1. Eddie y los niños (segundo capítulo)
La ciudad es blanca por la luz, por los edificios con decorados exteriores al viejo estilo colonial, las jardineras son de ladrillos claros y los árboles tiene hojas delgadas y verde olivo, casi despintadas o casi pintadas. Avanza evitando las rayas del pavimento, brinca entre adoquines, deja las huellas de sus tenis; las deja de colores, siempre amarillos en diferentes porcentajes de oscuridad, arma su camino amarillo y despierta los grafitis de las paredes para que con voz baja le digan: “Follow the yellow big road”, sus espantapájaros y hombres de hojalata son bidimensionales y pixeleados, viven sobre las paredes y sólo están vivos cuando ella está cerca.
Se para frente a una tienda de grandes ventanas, un lugar frío saturado de promocionales que para Eddie son hologramas que la invitan. Antes de entrar besa el vidrio, deja una marca rosa cliché de la que crecen enredaderas con ramas en espiral y flores art nouveau acomodadas a las coloraciones actuales, se expanden emanando tonadas polifónicas de bandas sonoras de películas sesenteras, prefieren sobre las demás el sonido de la pantera rosa que embona con su existencia en la gama de matices. Ella toma un té verde, deja el dinero en la tienda y sale corriendo mientras el empleado le grita: “Hey, regresa, tengo que marcar los productos.” Eso la hace reír e ir cruzando las piernas para generar un andar en zigzag.
Bebe un poco del té y el resto lo deja caer sobre geranios para hacer que sus hojas adquieran más volumen y luzcan como gomas de caramelo coloidales, que transformen la luz artificial de los faroles nocturnos en reflejos Disco: para hacer a los jóvenes nocturnos bailar siguiendo la iluminación.
Eddie llega a un parque, se sienta en una banca metálica y saca un dulce: una paleta de cereza cuya envoltura guarda pues le gusta la ilustración: una cereza animada, con ojos, boca, dedos y uñas que no sigue los cánones del diseño pero saluda a los degustadores. Se sienta sólo a eso, a disfrutar su dulce en un ambiente lleno de gente que colorea: a las señoras que venden flores rojas para que se vean más que el resto, para que sus flores alcancen mayor diámetro y se note su dulzura, a los hombres de traje que esperan: una cita, a su jefe, una idea, un segundo tranquilos, un café al aire libre, una mujer que los desconecte, un señal de red, un viento frío de las mañanas polares, esperan un esperar los deja magenta para que no sientan que dejan de existir, a los viejos que recuentan años que ya no existen en rosa claro para que nadie los distraiga y separe de su pasado y a los niños de violeta para que jueguen sin límites, para que rían y se escuchen en todo el lugar.
Y a los niños de violeta para que jueguen sin límites, para que rían y se escuche en todo el lugar; Eddie los mira y sonríe, juegan con un balón, se lo lanzan y lo patean, sin ningún orden sólo tocan la pelota para no deshacer la estructura de hexágonos y polígonos de piel: jaula de aire. Los ve ir de un lado a otro, los oye gritar y entonces se escucha un silencio:
El balón bota sobre el pavimento de la calle.
El niño corre tras ella.
Un auto enciende y apaga las luces.
Un golpe con sonido vacío.
Cae el niño con el balón en las manos.
El balón; la cabeza; son ahora partes.
El niño sangra y la pelota se desinfla, sus sueños y pesadillas se van en forma de cocuyos, llegan a las nubes y se esconden. La imagen sobre el pavimento se convierte en un collage, impresiones de revistas viejas. Eddie se acerca, va llorando, corre, se agacha y roba el recorte donde aparece la boca del niño, una sonrisa grande y rosa, la parte viva que quedó.
Sigue corriendo intentando escuchar la risa del niño que ya no ríe, corre hasta esconderse bajo un puente lleno de historietas neo yorkinas; saca de la bolsa un cuaderno y un lápiz, cierra los ojos, besa el recorte e dibuja un niño que se escapa, que corre más allá del campo de centeno y cae deteniendo el cráneo de una calavera con facciones de azúcar mexicana, una muerte que dejó el altar para alcanzarlo y enterrarlo en un campo de flores naranjas.
Eddie deja de llorar, el maquillaje está corrido y la boca del niño desaparece en el aire, se va siendo pedazos electrónicos de papel, se va y la hace levantarse, caminar hacia casa, caminar a dormir mientras sus pasos generan nota de Where the White boys dance.
3 comentarios:
Hola Pequeña, nuevamente nos sorprendes con una explosión mágica de colores y sabores. Gracias por todo tu mundo.
¡Vaya, no hay manera de llegar primero!
Pero a mí me gustó más, y sí, sí, es explosivo y mágico. Tú mundo también.
Y algún pequeño arreglo por allí le caería bien, las formas, ya sabes. La coma en la sopa y la mosca en el párrafo.
zaz!!!!
Está cabrona esta historia...
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