miércoles, 10 de marzo de 2010

EDBURG Daniela, Muerte por miss clairol http://www.danielaedburg.net/#/content/pictures2/MUERTEPORMISSCLAIROL.jpg/
Unos zapatos altos y negros para pasos con ritmos pausados: pauta para que el pavimento guarde silencio, parálisis de la pasividad, paseantes perturbados, pararse y enmudecer; contar las miradas que intentaron ver el sonido. Unas medias transparentes hechas con alas de mariposas. Un traje negro y formal, un traje con sombras de los años cuarenta. La boca, pequeña a los lados, casi un círculo, casi una boca roja para darle calor a los besos de noche, una boca que no ríe. La piel: cirros con demasiada luz. Los ojos grises, ojos de humo espeso condensado en iris gigantes. El pelo negro un manto nocturno sin estrellas ni satélites, una penumbra que de día devoraba la luz y la desaparecía. Un bolso gris oscuro, uno pequeño donde guardaba monedas que le dieran los ruidos que ella no hacía, un labial rojo y un rímel denso para las pestañas.
Era un fantasma que se sabía fantasma y quería ser humana, el maquillaje: una máscara mortuoria que la hacía verse viva. Zapatos: construcciones de animales muertos que pesaban para evitar que flotara.
Los pasos se quedaban marcados, caminaba derecha siempre al mismo lugar, un bar en una esquina, una casa vieja de ladrillos que por dentro era verde y por momentos azules: dependía del balanceo de las lámparas de luz muy amarilla. Una larga barra con miles de bancos iguales, una fila de círculo sin personalidad, es pared era de espejos y estaba decorada por botellas sin orden alguno, grandes y pequeñas, espejos y vidrios de colores: un arlequín de cristal partido en pedazos. Ella se sentaba en un banco, cruzaba las piernas y pedía Campari para mantenerse con color, bebía lentamente en copas Art Decó. Esperaba a quien fuera que llegara; y entonces se acercaban hombres solos, la barra siempre ha sido para los que están solos. Bebían y platicaban con ella, quien permanecía callada, una estatua que sólo miraba y escuchaba.
En la madrugada ella se levantaba, tomaba su bolso y caminaba hacia afuera, llegando a la esquina se encontraba con el hombre de conversaciones nocturnas, y entonces caminaban juntos. Se perdían ente las luces de la ciudad dormida y llegaban a un hotel. Ellos se divertían, ella se sentía viva sin sonreír. Los zapatos siempre puestos, hasta que él se dormía, ella se levantaba, los ponía a un lado de la cama y flotando a uno centímetros del suelo iba a desmaquillarse para poder flotar mucho más atravesar el techo y volver a empezar buscando sentirse viva sin querer dejar de estar muerta.

Se sentó en el mismo lugar, bebió lo mismo, leyó algunos periódicos. Se acercó un chico delgado, su saco gris se perdió con la tela del banco, limpió lo húmedo de la barra con una bufanda vieja y roja, secar lo viejo con olor a viejo. Pidió una cerveza: un tarro grande y transparente deteniendo burbujas doradas, puso su sombrero en la mesa para empezar a beber mientras tocaba en la barra como si se tratara de un piano, cerraba los ojos y movía los dedos más rápido. Los ojos de ella quedaron atrapados en el movimiento, toda la noche escuchando la sinfonía silenciosa. Y, finalmente en la noche salieron, caminaron juntos hacia la casa de él.
Un prender instantáneo de múltiples luces pequeñas, la iluminación dividida en microlámparas con forma de aves multicolores. El sillón verde adquiría coloración mientras crecía la luz que se adecuaba al espacio poco a poco, el rojo siempre permanecía rojo. Un piano negro en la esquina y una orquesta de instrumentos que parecían tocarse por sí solos. Libros y revistas por todos lados, hojas secas y hojas húmedas por las noches creativas donde las bebidas se escapan para que uno no se entretenga bebiendo.
Fueron a su cuarto, ella, como siempre permanecía con los zapatos. Las sábanas se convirtieron en viento nórdico blanco y ligero, caían como nieve incorpórea sobre ellos. Movimientos lentos, las manos hacían un recorrido pausado, un texto táctil que recuperaba que debía ir despacio para sentir las figuras prosaicas. Un despliegue de flores de cerezos muertos y ella sonriendo, sin pensarlo.
En la madrugada se levantó, no se podía quitar los zapatos, intentó desmaquillarse pero permanecía como máscara veneciana intacta, no podría escapar. Volvió a dormir, esperando que en la mañana pudiera flotar mezclándose con la luz del sol. Pero cuando ambos despertaron él la abrazo y permaneció quieta.
El día coloreó las paredes de amarillo, se escondió entre rincones y espacios pequeños, una invasión que definía formas y eliminaba sombras. Se quedaron en la cama todo el día:
Él sentando en la cama dándole le espalda mientras leía, ella viendo fotografías de un viejo museo desaparecido.
Ella jugando cartas sobre las sábanas como un desierto bajo naipes, él escribiendo una canción.
Él interpretando con sus calcetines un juego de niños, ella riendo escondiendo la mitad de su cara bajo la almohada.
Ella intentando tocar la misma melodía en el piano ficticio del bar pero sobre su espalda, él contando las nubes proyectadas sobre su piso de madera.
Las estrellas y la luna como figuras nocturnas armaron un calidoscopio en grises, las sábanas se convirtieron otra vez en vientos nórdicos. Y, en la madrugada ella se volvió a levantar, esta vez sí pudo quitarse los zapatos pero no flotó, el maquillaje seguí intacto, atrapada y desesperada abrió el espejo y encontró unas pastillas, se las comió todas y cayó.
Por la mañana él la encontró entre toallas blancas, seguía viva, con los ojos abiertos, llorando, el pelo aún negro había creado un lago polimérico muy oscuro, un baño opaco, la sangre convertida en pintura. La ayudó a levantarse y a enjuagarse la piel empapada por pigmentos brunos como plumas diminutas.

En la tercera noche ella seguía sin flotar. Esta vez dibujó un mapa sobre sus brazos, siguió el camino azul bajo la piel traslúcida. La sangre caía pesada, gotas demasiado saturadas, radicales libres sin espacios hacían a la sangre verse púrpura. En la mañana la encontró con los brazos abiertos y listones naranjas, listones rojos, listones rosas, listones morados salían de sus brazos, una carpa de circo dividida. Los acomodó, cerró la herida y cortó el resto de los listones. La cargó y la colocó sobre la cama, una muñeca que seguía respirando.

En la cuarta noche del cortinero desplegó una cuerda de azúcar y trigo, un tejido dulce y se colgó, su cuerpo parecía de tela, giraba pero seguía respirando, podía habla normal y se dio cuenta que tampoco volvería a morir esa noche. Para evitar que él la encontrará se balanceó hacia el lavabo hasta que sus pies quedaron sobre él y desató la cuerda. Sonriendo se acercó a la cama, la dio un beso en la mejilla y durmió. En la mañana la buscó, se volteó y seguía dormida, sin embargo flotaba un poco, cada vez más y más, su silueta se volvía transparente, su sombra se sacaba como si fuera de agua y entonces desapareció para siempre.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Nada nada, esto paso a otro nivel ja ja, sin embargo creo que necesito otro parrafo en que me expliques lo que quieres decir