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And then we all feel Percival lying heavy among us.
His curious guffaw seems to sanction our laughter.
Virginia Woolf
Una cara normal, una exposición de facciones proporcionadas, nada grande, nada pequeño; una primera mirada y desaparecería la faz blanca y el pelo castaño. Una segunda mirada y uno podía ver sus ojos índigos, a veces más azules, a veces con color de luna matutina, a veces más morados, a veces con color ciruela nocturna, a veces sólidos, a veces coloidales, ojos cambiantes frente a la lluvia, a la humedad, a la niebla, al piso de nubes. Su iris funcionaba como membrana matizante, ella veía el mundo a través de una orquídea que intensificaba las imágenes, les daba vida y las convertía en memorias inquietas, era su mirada la que le daba pasos ligeros, le permitía ser una mujer flotante con movimientos de invierno.
Iba sobre el pasto aún mojado, todavía muy verde, todavía con olor a escarabajos esmeraldas, y lo vio, de lejos era un hombre sostenido por cuerdas ultrasónicas invisibles, llevaba una bata de laboratorio y se movía desesperado armando un robot de dimensiones minúsculas. Se quedó viendo hasta darse cuenta, entonces dejó de ver, se volteó y comenzó caminar de espaldas a él, su falta de sonido lo hizo girar y por eso notó sus movimientos fantasmas, segundos y entendió su levedad, comprendió sus ojos y su mirada de color, un mecanismo que quería y que buscaba, una coloración decolorante, y la buscó.
Se encontraron en cafés reducidos a espacios verde olivo y música jazz, se encontraron en la calle de concreto seco, se encontraron en fiestas donde uno no identificaría su reflejo entre la gente con secuencia monótona, se encontraron en el parque: uno en cada extremo, ella sosteniendo un globo que parecía elevarla, él sosteniendo un libro cuyas páginas gruesas lo hacían más pesado. Y se encontraron, caminando entre puestos gitanos, puestos ambulantes, un circo multicolor repleto de telas, piedras, pinturas, lámparas, esferas y un dedal: color cobre, construido con el eco de las agujas que de lejos se ven sólo como diminutas tormentas eléctricas. Él lo quería para terminar el dedo de un robot que actuaría como niño, ella lo quería para terminar de bordar un mantel con representaciones abstractas del París desconocido. Lo tomaron los dos y se reconocieron, discutieron sobre quién se lo llevaría y al final acordaron que sería de ambos, una vez que ella terminara él lo usaría en el niño-robot y entonces sería suyo.
Llegaron a casa de ella, un espacio al que se entraba como si fuera una madriguera y se expandía como una galería infinita: un largo pasillo decorado por imágenes de cuento imágenes que ella imaginaba y dibuja, mientras uno caminaba encontraba puertas de cristal que daban a una sala magenta, un comedor azul, una cocina amarilla y un cuarto índigo con muebles por donde había vagabundeado Lillian Gish.
Se sentaron en el piso de la sala, ella bordaba y él la veía, platicaron y rieron, escucharon música, cambiaban de disco y de acuerdo a la música sus dedos se movían más o menos rápido, eran unos dedos navegantes entre corrientes inestables. Cuando terminó le pasó el dedal, que cayó y se convirtió en el instante infinito retratado en fuentes británicas, el disco que habían puesto comenzó a repetirse una y otra vez, el tiempo se escapó y regresó diferente: las horas separadas, los minutos individuales se fusionaron, ahora eran horas mutuas y minutos múltiples.
Juntos usaron abrigos en una playa oculta por la nieve perdida. Vieron películas con las que lloraron, se enojaron y rieron; y ellas los vieron al reflejarse como luces en sus facciones. Leyeron libros y pasaron las hojas al mismo tiempo. Capturaron mariposas que después de dibujarlas y anexarlas en un álbum de momentos ficticios liberaron. Comieron helados azules de sabor extra artificial, escondidos tras una fuente para que nadie los viera cuando aún eran niños. Caminaron de la mano entre pinturas y esculturas dentro de un museo que escapaba a la metodología lógica.
Sus noches eran sueños infinitos que escapaban como lágrimas para filtrarse en la mente del otro. Y su última noche así ella despertó llorando, gotas de acuarela, óleo y acrílico, su ojo derecho se despintaba, se volvía gris y su mirada negra, una ceguera sin temperatura, textura ni tonalidades. Él pasó toda la noche recolectando los fragmentos de color para intentar devolvérselos, pero estos sólo se secaba, se evaporaban y subían como medusas de un traslúcido violáceo. En la mañana llovía y sus ojos eran grises, estaban ausentes como esferas de cristal vacías.
Sin mirada ella lloraba todos los días, se levantaba y se iba a sentar en la sala, sin moverse ni hablar, sin soñar sin ser. Él la veía, intentaba hablarle y acercarse, pero sólo la asustaba, cuando la tocaba ella retiraba las manos que se congelaban en segundos y lloraba más: No sé cuando eres, cuando es alguien más, ya no estás, eres uno más y no te puedo reconocer, todos suenan igual.
Todos suenan igual.
Todos suenan igual.
Todos suena igual.
Se encerró, despejó una mesa y comenzó a crear dos pequeño auriculares, unos aparatos con delgados cables sostenidos por una base de litio, cosas delicadas que se enredaban como caracolas.
Se abrió los oídos y comenzó a vaciarlos, la sangre caía como pesados listones acumulados en el suelo, al final cayó arena y quedó un vacío sin su sonido profundo. Y entonces introdujo los auriculares, uno azul y uno rojo, y se cosió en cada brazo unos botones para iniciar, para detener, para adelantar y para regresar.
Caminó con cuidado, se acercó y le susurró: Escucha, cuando venga alegre escucharás esta canción, presionó uno el botón del brazo derecho y comenzó una música arlequines y circo, y cuando venga triste escucharás esta, presionó el de su mano izquierda y una sinfonía melancólica salió expulsada de uno de sus oídos, así sabrás que soy yo.
Tres días lo intentó, pero su sonido izquierdo sonaba mucho más que el derecho, ella seguía igual y no dejaba de llorar, él ya no era el científico inquieto, él no era más que notas musicales.
Se encerró una vez más y construyó un par de ojos, ojos robóticos que veían más allá, que giraban mucho más y que se acercaban al color que ella había tenido, dos esferas que se moverían sólo dentro de sus cuencas oculares.
Cuando terminó la noche estaba apagando pero las formas aún se veían azules y blancas. Se sentó junto a ella y le puso los aparatos en sus manos: Te he construido unos ojos que sí ven.
Con cuidado, evitando tirar pestañas o abrir más los párpados sustituyó sus ojos. Ella vio y sonrió, lo tomó del brazo y caminaron juntos para volver a soñar.
En la mañana, cuando las cosas recuperan el color, ella se despertó, abrió los ojos y se dio cuenta que, aunque veía, ya no tenía el filtro neblinoso, sus pasos eran pesados y él era un sordo al que desconocía. Se levantó, no le importó el ruido pues era imposible despertarlo así, juntó sus cosas y dejó escrito en el espejo: Somos otros, somos diferentes, debemos cambiar y desapareció del cuarto.
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