![](https://blogger.googleusercontent.com/img/b/R29vZ2xl/AVvXsEh2WIR8y-GlrsdevmTiCUhq19fN3r08kuSC6tam0G3Y-YxgNKDHsqXniUSxZs2CDi4_-lIAOHUyriTb4pM9WeeFttfHzUZxRxg_YvB0cP0ylQGgtskbyifZ-UMZnemn222PB0-KYm-y8IZP/s400/Alphonse_Marie_Mucha_Automne_1900.jpg)
Era momento de las cosas secas:
de la espiga en el ojo y el gato laminado;
del óxido de hierro de los grandes puentes
y el definitivo silencio del corcho.
Federico García Lorca
Ana estaba acostada en la cama roja ligeramente arrugada, entre sus olas y sus sombras, formaba un mar de vino tinto. Las almohadas perfectamente estiradas parecían tener un bordado que subía y bajaba hasta convertirse en el pelo naranja de la niña. Llevaba horas peinándose para lucir presentable ante la luna.
Sobre la cama estaba acostada una niña de fríos ojos verdes hundidos hasta los pómulos, donde se escondían las pesadillas regaladas por el infierno del sol veraniego. La luz era tan brillante que se veían descender diminutas gotas amarillas, como se vieron los dulces de mantequilla caer en navidad, su color se perdió con las velas; la luz traspasó los pigmentos de color deshaciéndolos en el aire, traslúcidos como su envoltura, se golpeaban unos a otros; el olor dulce, salado, dulce, salado de mantequilla derritiéndose sobre el pan; perdiendo el color; capturó las narices de los niños haciéndolos babear como perro acalorado.
Una boca rosa, dibujada por las nubes sobre la cara de una niña acostada al pie de una ventana de marco levemente astillado; cubierta por unas largas cortinas blancas que se estiraban año con año para tocar el piso de madera; se apretaba en una mueca de aburrimiento.
Se escuchó el callado aullido del aire provocado por la hoja marrón que se abatía despacio, danzaba con el viento. Eran movimientos paralelos perfectamente coordinados por el bramido inacabable.
Ana, como recuerdo cubierto por gasa blanca de la mujer que murió atropellada por un camión, nació. Y el camión demolió al cuerpo de Ana y liberó un periódico de sus manos para dejarlo planear como la sábana blanca de muertos sobre las miradas aún frescas de la que se secaba. Y la mirada encontró una hoja blanca donde escribir. Y la hoja, con los datos de una Ana recién nacida, quedó manchada con las gotas de café que saltaron al sentir la vibración. Un camión se impactaba.
Ana se asomó, sabía que vivía un otoño de hojas moribundas. Sabía que podría salir con su abrigo morado de pequeñas bolsas y grandes botones acompañado por la boina que usaba inclinada hacia el lado derecho para liberar a las pesadillas del lado izquierdo; mucho más terroríficas.
Apretó una cinta de un azul combinado al mar, parecía ir decolorándose, apagándose, pero el tono subía, al final, nunca constante, marcado por bordes más gruesos y oscuros, y quedaba amarrada a la mitad de la cabeza dejando caer sobre los hombros un poco de pelo. Bajó unas cortas escaleras de madera, formaban una ele decadente. A la mitad de ellas un gran cuadro donde podría haber una ventana. Las paredes mitad blancas mitad rojas, y sobre ellas, insectos muertos, disecados, que algunas veces movían las alas, o caían fracturando el vidrio y desaparecían. Ana se detuvo en un largo pasillo de piso ajedrezado; cuadros blancos, cuadros negros; cubierto por una alfombra aparentemente nueva, de marrón deslavado hecha con grueso estambre doblado, suave y caliente, y cuando caminaba descalza le raspaba. El corredor se encontraba repleto de hadas, unicornios, tazas, cucharas, timbres, colecciones de colecciones; todas colgadas a excepción de 10 jarrones negros acomodados en mesas de madera barnizada, en el centro tenían pintados dragones chinos de diferentes colores. Ana tiró uno. Y de todos Ana rompió el naranja, el favorito de las colecciones obsesivas de la madre. Apenas lo había tocado, ni siquiera estaba segura de haber sido ella. Las flores que estaban dentro del jarrón perdieron todo su color y el agua lanzó gotas pequeñas, infinitamente pequeñas, tan pequeñas que el hombre sería grande en relación al espacio. Escondió los pedazos del dragón, que lloraba por perder el cuerpo, bajo un sillón viejo que se descosía junto con las depresiones del gato de rayas amarillas; un triste y arcaico animal, gordo, siempre gordo, tenía el pelo seco; levantado en la espalda, se podía ver la columna vertebral, justo como los fetos que Ana había visto en el armario del abuelo un año antes de que muriera. La piel era transparente y dentro de ella explotaban las vértebras en un delgada línea apagada. Salía con Ana a cazar a Otoño.
Cerró la puerta con cuidado y caminó por un estrecho pasaje de piedras, rodeado por un jardín mal podado. Las lilas parecían ser sólo un rayón sobre el pasto: microscópicas sin gracia, no podían con el peso de las mariposas blancas que intentaban detenerse, embobarse con el polen, desenrollar la lengua delgada, como niño tomando agua con un sorbete acostado en la arena caliente, y las tontas lilas las empujaban hacia el piso para verlas morir bajo la suela de pies insensibles y fríos, ver como su cuerpo quedaba tan delgado como sus alas. Los árboles habían desaparecido. Un día ya no estaban. El único que quedaba, uno plantado ese año, aún no crecía. Tenía tres grandes hojas, parecía querer ser magnolia y escupir flores blancas durante toda la primavera. Entre sus hojas cuando el sol estaba harto de colorearlas surgían luciérnagas ciegas que al apagarse se estrellaban contra el tronco. Las piedras no llevaban ningún orden aunque Ana jugaba a formar figuras con ellas. Aparentaba ser más largo de lo que era gracias a la curva que vista al principio, o vista al final, ocultaba la segunda parte del camino. Los ecos de los zapatos fuertes, como mil elefantes sobre cenizas, resonaban. El abrigo se inclinó hacia atrás en diagonal. Los ojos lloraban. Iba demasiado rápido, sólo podía ver partes borrosas del camino: paredes decoradas por ventanas enrejadas. Apenas las notó, no pudo siquiera distinguir las macetas que colgaban llenas de lirios; vio sus colores como los vieron los impresionistas, no más, dos cuadras de repetidas técnicas en diferentes matices. Construcciones hacia arriba para ocultar azoteas. Pasó los altos postes negros mal pintados por la lluvia, 20 años atrás, no alumbraban pero lucían, y, se frenó con tanta fuerza, que casi se desploman la boina y el abrigo, los dos expulsaron un suspiro de aire y regresaron a Ana. Se detuvo ante una barda armada de piedras rosas consecutivas a rocas rosas. Monotonía. La parte de arriba, plana y de cemento; la parte de abajo, rugosa y maltrataba. Disparidad. Un círculo cortado por una larga reja colgada, cerrada con un candado enorme, roto, oxidado: el color del hierro consumido por un escarlata opaco encerraba las risas de miles de niños jugando.
Empujó la reja, la cáscara escarlata que la cubría se pegó a sus manos, era como tocar lodo fresco. Entre los mosaicos que estaban bajo la reja había crecido pasto, tenía como meta tocar las rodillas de todo cuanto pasaba y empapar la piel para hacerla sentir lo mismo que él sentía con el roce de hielo que lo regaba.
Llegó a un parque que algún día fue rojo, presumía sus lajas hasta que por el uso se transformó en ese magenta deslavado, ridículo, olvidable. Aún aguarda a que regrese a su rojo.
Ana esperó el batir de las hojas, y cuando pasó, levantó los brazos, abrió las manos para atrapar algunas y sonrió. Parecía como una tonta y tierna foto para vender lentes. El gato se restregó contra las piernas de Ana formando una imperfecta banda de moebius girada por el infinito deseo de Otoño. La imagen daba el sabor de gigantes y frías cucharadas de mermelada de naranja con trozos de nuez. Ahora oyes la cuchara chocar contra el vidrio del frasco vacío. La lluvia había acabado y la niña cerró las manos. Se escuchó un crujir vivo, un crack de papel, el llorar de las hojas, y, ella sonrió, adoraba ese sonido. Pateaba las hojas al aire y dejaba que el gato volara hacia ellas, que las arañara, que las girara en espiral, mientras ella caía como heroína sobre el piso y mataba más hojas. Las destrozaba en partículas, las oía agonizar con fuertes quejas y luego les soplaba para verlas bailar como medusas secándose.
El cielo claro se transformó en un azul prusia: un color que golpea. Y en la parte en la que el cielo y la tierra se unían, una gruesa pincelada de acuarela naranja paseaba, iba recta, llevaba demasiada agua, escurría sobre el final del parque.
Ana volvió a casa más despacio. Notó los lirios doblados hacia atrás, como seda que en cualquier momento se puede romper, subían desde abajo y por el peso se desplomaban hacia atrás. Los colores eran los mismos del cielo, y por noche se consumían unos a otros. El más grande, al día siguiente, sería el más notorio; tendría los colores de todos. Nacían en macetas de barro rotas por una línea quebrada que ascendía para matar a las flores.
Recorrió el camino a su casa. La puerta alta y gruesa, de madera, pesada; como si detrás de ella se escondiera un cementerio vivo. Ana la miró desde abajo, una mirada demasiado rápida. Pudo distinguir las astillas que se levantaban, como si la puerta fuera de corcho. Silencio. Giró el picaporte frío y negro, una esfera, barnizada por el bao de la gente congelada. Al intentar abrirla, empujándola con fuerza, la puerta lloraba, gritaba de dolor, las bisagras se apretaban y se enterraban en la madera. Al cerrarla, aunque fuera con un suave aleteo, la puerta se azotaba. Ana azotó la puerta.
Al entrar: el pasillo. La madre, recargada contra la pared, disimulaba. Llevaba un saco y una falda larga, siempre lo mismo, pero no siempre igual, el jarrón estaba a su lado, en el suelo, formaba una montaña parecida a las que se veían desde lejos cuando se combinan con la tarde. La madre señaló el montón de porcelana, junto a ella bailaban dos hojas que reían viendo a la niña llorar y a la madre recriminar. Oían los gritos y reían más fuerte. Ana las escuchó. Ana las odió.
Encerrada en su cuarto miró hacia afuera, intentó calmarse. Vio a la luna y a las estrellas, y a los grillos, y a las dos hojas, y al pasto empapado por la seducción de la noche, y a la madre a través de la puerta, y finalmente a una lámpara de una pastora sin ovejas. Imaginó que lanzaba la lámpara, que volaba en el aire, daba la vuelta, iba arriba, abajo, arriba, abajo, cruzaba despacio el pasillo iluminado por focos amarillos y golpeaba a la madre, se partía en su cabeza, se convertía en el azúcar del café de las mañanas. La madre moría y Ana festejaba, brincaba, recogía los pedazos y los volvía a lanzar contra ella.
La luna sonreía como Ana imaginó que sonreiría el gato de cheshire después de escuchar algún regaño de la reina. El gato se carcajeaba, aparecía la cabeza entre las estrellas y desaparecía. Ana se escondió dentro de las sábanas, y junto a ella, la madre con la lámpara en la cabeza le leía Alicia. El cuarto temblaba con el sonido de las risas. La madre detenía el borde de las cobijas para evitar que Ana saliera.
El sol traspasó el ligero blanco de las sábanas. La luz despertó a la niña, que salió de la cama, se puso su abrigo y unas pantuflas. Si quería ir a por más hojas tendría que hacerlo mientras la reina de corazones durmiera. Entrecerró la puerta para no provocar a nadie.
Caminó por la calle. Detenía el abrigo con las manos. Veía la banqueta gris, armada con rectángulos grandes y simples, lisos, como cualquier otra.
En el parque el silencio se había deleitado con el sonido. Había nuevas hojas y restos de las viejas.
Ana jugó igual pero sin ruido. Temía despertar al viento y que se las llevará. Las arrojaba y las atrapaba antes de caer, las doblaba en cuatro, las desdoblaba, las doblaba en seis, las desdoblaba, las doblaba en ocho y se partían.
Recorrió de forma recta una y otra vez la misma dirección hasta no sentir más crujidos, y cuando estos acababan, elegía otro camino y pisaba. Pasaba el rinoceronte sobre los cadáveres.
Se cansó. Ya no podía más. La nariz se le pintó de rojo. El aire la había rasguñado. Dio media vuelta parada sobre un pie, se dejó hundir.
Las hojas subieron por sus brazos, por sus piernas, la cubrieron casi por completo. La boca y los ojos advertían al frío.
Los labios se unieron, se convirtieron en uno, y después una neblina desapareció con el color, Ana intentó gritar pero el sonido chocaba contra su cara. Los ojos se cerraron, los párpados sucumbieron, desde la izquierda adquirieron un naranja oscuro, adelgazaron. Ana aún podía ver algo. Quiso abrir los ojos con las manos pero habían desaparecido. Las piernas se convirtieron en un tallo seco. Y ella, hoja de maple, mezcla entre todos los tonos de otoño. No era niña, no era hoja, era alma viva encerrada en cuerpo seco.
Escuchó en la entrada a la escoba que venía a por todas. Intentaba escapar, quería que el aire se la llevara, pero las muertas se acostaban sobre ella, la detenían. La escoba llegó y cuando levantó a las hojas Ana se fue.
Voló con el aire sobre edificios que habían crecido. Por fin miró las azoteas, feas, obscenas, maltratadas. Los mosaicos de suelo se habían desprendido y suicidado, habían intentado escapar de aquella prisión de ropa goteante.
Entró en su casa por debajo de la puerta, barrió el polvo; nubes de tormenta, nubes tristes que nunca lloran. Olvidó ser hoja. Se acercó al gato, lo quería acariciar, sentar sobre sus piernas. Y el tonto, el animal gordo y arcaico, la rasguñó, la hizo flotar, y él, echado, la rompía. Ana como el polvo se nubló, se llenó de agua y no pudo llorar.
Fuera, en una bolsa negra, vestido en periódico está un dragón en pedazos. Restos de hoja seca vuelan alrededor.
1 comentario:
Fue esclarecedor, mágico y terrorífico, como una mujer enterrada y el aire que se deambula perdido en el olvido, a veces también somos fantasmas en el vacío y momias por los escalofríos que producen esos ruidos nocturnos, el rechinar de alguien que quiere ser recordado.
Solo hay que esperar el amanecer.
tere
Publicar un comentario