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Macetas transparentes, macetas de barro, macetas de plástico, macetas, y macetas, y macetas; todas tiradas, vacías, descartadas a un lado de la puerta.
Cruzando el portón de espejos están empalmados como ramas cuerpos que vomitan flores, que lloran hojas, que estornudan semillas, que fertilizan una vida verde. Y girando la vista un hombre con lágrimas en los ojos, con una botella de lannate, desnudo, tan frío como una raíz muerta, se seca.
Una casa pequeña intenta ocultar un domo de vidrio. Sobre el tejado nubes verdes. A través de las ventanas se vive una rutina común: dos niños pequeños, Violeta y Florencio; una mujer perfecta que pasa el día lavando, recogiendo, cocinando, recogiendo, y sólo a veces abre la boca para callar a los demás y seguir su ritmo; un hombre mayor y su pasión por las plantas.
Hay una carta tirada sobre el tapete azulmorado del vestíbulo. Una invitación a un concurso de floricultura. Un hombre de ciencias se enclaustra. Una familia se adapta a todo cambio.
Alas transparentes rozan las diferentes caras. Raíces de tréboles son extraídos de la manera más brutal que cualquier pala pudiera sacar. Mariposas negras convertidas a un juego de colores. Colmenas saqueadas.
Personas convertidas en macetas, clasificadas por colores para adaptarlas al verde. El científico confía en que ganará un espacio vano para un nuevo premio. Dos niños, Florencio y Violeta, escupen las plantas más maravillosas del lugar. Una mujer perfecta riega con suspiros las orquídeas que salen de sus uñas. Gente que al agonizar se convierte en alimento de organismos inmóviles.
Florencio vestido de blanco con manchas de pintura en la cara ha entrado al invernáculo, lleva sobre una bandeja platos de porcelana con pequeñas porciones de comida. Se acerca a la mesa, y es recibido con un movimiento que barre aire, cae. Él lo ve. Lleva una llave enterrada, temblando, con mínimos pedazos de porcelana en la cara y en las manos, se balancea sobre él. Lo abraza y lo mece, pasa horas así, luego se levanta y esconde el pequeño cuerpo mustio entre sacos de semillas. Duerme lo poco que le queda de noche. Por la mañana descubre al nieto arrojando la enredadera más exquisita. Comienza a cultivarla, a cultivarlo. Olvidándolo en vida se niega a dejarlo marchitar.
Una mamá preocupada entra preguntando por su hijo, distingue el florero vivo. Golpe por la espalda. Rellenada con semillas de orquídeas.
El agrónomo necesita más y más. Recolecta violetas, niñas de los parques, viejos en las paradas de camión, adultos caminando.
Forma un museo de maravillas vivas sobre muertas.
Un ataque de conciencia lo consume. Un sudor frío lo mata. Una cordura perdida lo escandaliza. Corre desnudo entre los algodones, se avienta sobre ellos, juega a soplarlos hasta toparse con el bote de carbonatos, la lata para envenenar caracoles, el químico que asfixia saltamontes, la sustancia para inmolarlo a él. Se echa en un rincón y rocía sobre su nariz los cinco litros.
Últimas vueltas en el aire.
Cae formando espirales.
Por primera vez después de cinco días regresa a casa, tranquilo, se encierra bajo las cobijas y cierra los ojos para evitar respirar.
1 comentario:
Para variar nos sorprendes con diversos relatos mágicos. Felicidades en este nuevo proyecto. Ánimo
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