lunes, 11 de febrero de 2008

Nzinga


Cuenta la arena.

Nace jirafa. Corre hacia atrás. Tiene una sola mancha en el cuello.

Nace niña, sus lágrimas no son más que parte de las gotas de lluvia, nada tiene, duerme sobre la arena. Por la mañana despierta para sobrevivir. Por la noche el color se ha ido, sueña con un arroyo, con la corriente del agua que se la lleva, sueña en ser una pluma que se arroja al río sin resistencia y crece.

Se acerca la sequía y con ella el mundo vuelca recursos sobrantes. Partirán hacia el sur en un camión de cruces rojas vigilado por hombres de rojo y de aretes decorados con pequeñas bolitas de colores, parecen hechos de barro.

La jirafa galopa hacia los árboles. Mira las altas copas que no consigue tocar, se conforma con las sombras.

La niña sube al camión. Nzinga la ve desde el fondo, percibe el miedo y soledad, tiende sus brazos para alcanzarla. La niña se acurruca sobre el vientre de la mujer.

El aire caliente, al dormir, se mete por la boca, seca por dentro y navega junto con la sangre. El agua al tomarla se convierte en lodo, arena blanca, perdida de su existencia.

Sobre la tierra cuarteada danzan hojas secas, forman un baile de fuego.

Tras el camión corre una manada de jirafas; sus cuellos siempre rectos ni al dormir doblan.

Manchas. Pequeños triángulos imperfectos.

Dentro de aquel vehículo blanco de llantas desgastadas, bancas rotas, cárcel del calor, se extiende una sombra negra, una pérdida de movimiento, una búsqueda desesperada de la muerte; un futuro preescrito. El ejército de hombres de rojo, de hombres de barro, huye diezmado, estremecido por las voces del pasado cuando los dioses les mandaban cuidar su tierra y no abandonarla jamás.

La pequeña ha encontrado cuerpos muertos, se ha robado el nombre de uno de ellos.

Nzinga, Nzinga, Nzinga. Repite para recordarlo, para luego gritarlo y que al fin alguien se vuelva a verla.

Manchas. Pequeños poliovirus perfectos.

El conductor murió durante la noche absorbido por una nube, su alma fue extraída por la luz de la luna. Los sobrevivientes abandonan la esperanza, la dejan como los caracoles dejan sus conchas para buscar otras. Nzinga, la nueva Nzinga se queda con las jirafas, su cuello comienza a sentir una molestia; una mancha.

Vive entre las jirafas, comienza a escuchar su nombre entre ellas, la tratan como a una de ellas. Cruzan cada parte del desierto. La arena se ha incrustado a sus pies. Se ha hecho parte de ellas. Ha pintado algunas machas pajizas, pero no ha tocado una sola parte del pescuezo. Es como mar amarillo de olas tranquilas sobre rocas negras, sin movimiento, detenido. Un abismo del tiempo.

Nzinga cae varias veces por el camino. La fiebre la consume, tiembla, llora. Carece de animación. Se esconde para no ser dejada atrás. Durante el día aparenta no sentir y olvida las molestias.

Es feliz aunque todavía no viva en sueños. Cada vez es más jirafa.

Ahora no puede doblar el cuello, debe flexionar toda la espalda. Sus vértebras truenan al arquearse. Parece que la piel fue pintada sobre sus huesos. Las jirafas la acarician, temen la inercia, temen que caiga su cabeza.

Ha desaparecido toda vegetación, toda forma de vida; menos, aquellas jirafas; aquellas que llevan los ojos cerrados para evitar que el sol las lastime.

Una brisa de viento húmedo las golpea, las mece. Nzinga siente el agua en su boca. La inhala. Se arrastra en busca de ese olor como si hubiera olvidado el cuello. Al fin toca pasto, hojas, raíces. Ha pisado una nube. Las jirafas la empujan, la obligan a seguir. Entran en una selva de altos árboles, de fuertes ecos, de viento fresco. Van persiguiendo el sonido del agua, y al fin llegan, están frente al lago. Nzinga se arroja al agua, es una pluma; es sueño.

La oscuridad ha caído sobre las sombras, ha marcado la hora de partir.

El cuello de Nzinga se diluye. La jirafa lo ha doblado.

Cada vez es más difícil andar. Las lianas atrapan a la niñajirafa, la jalan, la invitan a quedarse, a morirse en el olvido, a convertirse en un suelo fijo, pero la jirafaniña tira de ella, la empujan, muerde las lianas.

Se anuncia la falda del Kilimanjaro. Ascienden. No notan lo lejos que están. Dejaron el desierto atrás; la falta de vida. Ahora descubren la alta montaña, su río de nube.

Nzinga cae, las jirafas no la logran levantar. Avanzan sin mirar la senda pasada.

La cabeza le pesa. El cuello no existe más. Es un vacío. Cierra los ojos. Siente que flota. Sube hasta una nube y luego cae.

Llegó al río y es parte de él. Es una gota; milésima del arroyo. Es sueño.

La mancha del cuello de la jirafa se ha desvanecido.

No hay comentarios: