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Todo comenzó el día sin luna. El sol deshidrató a las nubes y se convirtió en un cielo omnipresente de arena liquida, escurría los árboles y evaporaba a los animales. El primer indicio del cambio fue una gota: un punto negro líquido, tinta de escritores fantasmas que lloraba el árbol: un seco naranjo cuyo tronco parecía grafito y sus hojas invisibles, se había infiltrado por la ventana y ahora decoraba la cabecera de la cama (las voces de los literatos sonaban como canciones de cuna y dormían a cuantos se acostaban), el hombre que vivía ahí (un aviador retirado que rescataba cadáveres de pájaros y los hacía volver a volar por medio de artificios débiles y temporales) dedicado a la aerodinámica mantenía el cuarto en tonos blancos, por lo que el árbol decidió darle vida (a pesar de su condición moribunda) sus ramas crujientes se expandieron en las paredes como enredaderas espirales, márgenes que indiscretamente levantaban muebles y planos como una jaula selvática.
La sabia con el paso del tiempo y a través de los miles de escritos que curiosamente se habían encontrados en sus raíces se había vuelto de tinta. Él (aquel que antes armaban aviones) había visto extrañas gotas y palabras en su recámara, como ratones que no escapan y se absorben a las superficies. No le molestaba en lo absoluto, disfrutaba de leer extraños restos de ideas que él creía selváticas.
Sin embargo salió aquel día a volar con un petirrojo cuyas alas había reconstruido con papel de arroz y una compleja estructura de madera. Lo lanzó y éste no voló. Una y otra vez el animal caía formando ángulos agudos que lo despedazaban: intentos que se repetían siguiendo el patrón de las plumas: sangre en fragmentos sobre el pasto. Siguió hasta cansarse, hasta que el artefacto perdió la cabeza y regresó a su casa, gritando y pateando cuanto veía. Eufórico tomó una cubeta, agua y jabón. Limpió el piso, las paredes y sábanas de las líneas del árbol, inundó la habitación en burbujas que al estallar desaparecían todo rastro de ideas: cargaban con sueños que mecían en su consistencia tornasol y reventaban riendo de las frágiles conformaciones silábicas.
Cansado y empapado, en un estado pegajoso por lo dulce del jabón se quedó dormido. Y la planta inspirada por el exceso de luz que desaparecía la noche lloró y lloró, agotó lo que quedaba de libros y cuentos sobre él.
Al despertar como un punto negro, pelo, piel y ropa maldijo cuanto pudo, tiró lo empapado en tinta y se dio un baño para salir a dar un paseo rápido, un recorrido de imágenes que lo calmara.
Caminó por las calles marrón, calles cercadas por las sombras de árboles demasiado verdes: una escena en dos colores la ciudad y sus jardineras.
Seguía caminando jugando a ser una nube alimentada de formas y estructuras de reflejos. Se acordó de su experimento fallido y pateó un bote de basura metálico (de aquellos verde óxido y diseño clásico), éste, al instante, se volteó y dejó caer empaques, notas viejas, esqueletos de frutas y envolturas sobre sus zapatos, dejándolo con un olor a abismos de bazofia.
Recogió su desastre y buscó una fuente donde lavarse las manos, sin embargo cuando llegó encontró fuentes vacías, máquinas con ciclos de agua sin ser hidratadas; las maldijo una y otra vez, se acercaba a ellas y les gritaba, les escribió cosas encima.
Para controlarse se sentó unos momentos con los ojos cerrados y siguió caminando, había dado tres pasos cuando miles de rehiletes salpicaron arcos líquidos, generaron espectros de luz y se dirigieron hacia él: un hombre que dejaba huellas de agua, con ropa pesada y el pelo como araña de agua sobre los ojos.
Unos niños que pasaban cerca lo vieron y rieron. Lo imitaban y volvían a reír. Interpretaban sus movimientos curvos como circunvalaciones de anfibio. Cuando logró el logro de librarse de los rehiletes persiguió a los niños. Los siguió siendo un gigante de sonidos escandalosos y pisadas inmensas. Un viaje largo, hasta que se cansó y optó por regresar a casa y refugiarse del mundo.
Abrió la puerta con cuidado para no pisar mal y caer estilo minimalista. Una vez dentro, se acostó en un viejo sofá verde: un sillón con dimensiones incongruentes y forma indefinida, cojines sobrepuestos en escaleras de algodón que le permitían esconderse y no ver. Escuchó un rebote: agudo con eco, un estirar metálico seguido de otros. Soldados alumínicos se acercaban y mil resortes bajo su espalda lo expulsaron en una sinfonía atónica.
Decidido a dormir, escapó a su cuarto. Vio al árbol cuyo color oscuro había disminuido y se disculpó con él. Lo regó con frascos y frascos de tinta francesa y descubrió que mientras lo hacía volvía a oscurecer. La luna bajo del sol: un satélite naranja con filtros de su ser blanco regresaba con la noche, con estrellas y aire nocturno para los vegetales ansiosos por contar, por hacer dormir a la gente y capturar mapaches creadores de pesadillas.
Esa noche durmió perfectamente. Al día siguiente encontró en el marco de su ventana cinco petirrojos muertos que esperaban convertirse en aeroplanos.
2 comentarios:
Me parece una excelente obra, inspirada en mi greñudo amigo, quiero pensar. Me encantan tus textos nata, luego entiendo la mitad jaja pero me gustan :D
Sigue asi sin tronartelas jeje te quiero cream.
wow wow wow... no hay palabras! bonito bonito, la verdad se disfruta imaginar las cosas desde tu punto de vista 8-)
Muchitas gracias por la dedicatoria, el tiempo y más...
Mau
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