sábado, 28 de mayo de 2011

Para la que construye cyborgs más allá de sus letras


And then we all feel Percival lying heavy among us.
His curious guffaw seems to sanction our laughter.
Virginia Woolf

Una cara normal, una exposición de facciones proporcionadas, nada grande, nada pequeño; una primera mirada y desaparecería la faz blanca y el pelo castaño. Una segunda mirada y uno podía ver sus ojos índigos, a veces más azules, a veces con color de luna matutina, a veces más morados, a veces con color ciruela nocturna, a veces sólidos, a veces coloidales, ojos cambiantes frente a la lluvia, a la humedad, a la niebla, al piso de nubes. Su iris funcionaba como membrana matizante, ella veía el mundo a través de una orquídea que intensificaba las imágenes, les daba vida y las convertía en memorias inquietas, era su mirada la que le daba pasos ligeros, le permitía ser una mujer flotante con movimientos de invierno.
Iba sobre el pasto aún mojado, todavía muy verde, todavía con olor a escarabajos esmeraldas, y lo vio, de lejos era un hombre sostenido por cuerdas ultrasónicas invisibles, llevaba una bata de laboratorio y se movía desesperado armando un robot de dimensiones minúsculas. Se quedó viendo hasta darse cuenta, entonces dejó de ver, se volteó y comenzó caminar de espaldas a él, su falta de sonido lo hizo girar y por eso notó sus movimientos fantasmas, segundos y entendió su levedad, comprendió sus ojos y su mirada de color, un mecanismo que quería y que buscaba, una coloración decolorante, y la buscó.
Se encontraron en cafés reducidos a espacios verde olivo y música jazz, se encontraron en la calle de concreto seco, se encontraron en fiestas donde uno no identificaría su reflejo entre la gente con secuencia monótona, se encontraron en el parque: uno en cada extremo, ella sosteniendo un globo que parecía elevarla, él sosteniendo un libro cuyas páginas gruesas lo hacían más pesado. Y se encontraron, caminando entre puestos gitanos, puestos ambulantes, un circo multicolor repleto de telas, piedras, pinturas, lámparas, esferas y un dedal: color cobre, construido con el eco de las agujas que de lejos se ven sólo como diminutas tormentas eléctricas. Él lo quería para terminar el dedo de un robot que actuaría como niño, ella lo quería para terminar de bordar un mantel con representaciones abstractas del París desconocido. Lo tomaron los dos y se reconocieron, discutieron sobre quién se lo llevaría y al final acordaron que sería de ambos, una vez que ella terminara él lo usaría en el niño-robot y entonces sería suyo.
Llegaron a casa de ella, un espacio al que se entraba como si fuera una madriguera y se expandía como una galería infinita: un largo pasillo decorado por imágenes de cuento imágenes que ella imaginaba y dibuja, mientras uno caminaba encontraba puertas de cristal que daban a una sala magenta, un comedor azul, una cocina amarilla y un cuarto índigo con muebles por donde había vagabundeado Lillian Gish.
Se sentaron en el piso de la sala, ella bordaba y él la veía, platicaron y rieron, escucharon música, cambiaban de disco y de acuerdo a la música sus dedos se movían más o menos rápido, eran unos dedos navegantes entre corrientes inestables. Cuando terminó le pasó el dedal, que cayó y se convirtió en el instante infinito retratado en fuentes británicas, el disco que habían puesto comenzó a repetirse una y otra vez, el tiempo se escapó y regresó diferente: las horas separadas, los minutos individuales se fusionaron, ahora eran horas mutuas y minutos múltiples.
Juntos usaron abrigos en una playa oculta por la nieve perdida. Vieron películas con las que lloraron, se enojaron y rieron; y ellas los vieron al reflejarse como luces en sus facciones. Leyeron libros y pasaron las hojas al mismo tiempo. Capturaron mariposas que después de dibujarlas y anexarlas en un álbum de momentos ficticios liberaron. Comieron helados azules de sabor extra artificial, escondidos tras una fuente para que nadie los viera cuando aún eran niños. Caminaron de la mano entre pinturas y esculturas dentro de un museo que escapaba a la metodología lógica.
Sus noches eran sueños infinitos que escapaban como lágrimas para filtrarse en la mente del otro. Y su última noche así ella despertó llorando, gotas de acuarela, óleo y acrílico, su ojo derecho se despintaba, se volvía gris y su mirada negra, una ceguera sin temperatura, textura ni tonalidades. Él pasó toda la noche recolectando los fragmentos de color para intentar devolvérselos, pero estos sólo se secaba, se evaporaban y subían como medusas de un traslúcido violáceo. En la mañana llovía y sus ojos eran grises, estaban ausentes como esferas de cristal vacías.
Sin mirada ella lloraba todos los días, se levantaba y se iba a sentar en la sala, sin moverse ni hablar, sin soñar sin ser. Él la veía, intentaba hablarle y acercarse, pero sólo la asustaba, cuando la tocaba ella retiraba las manos que se congelaban en segundos y lloraba más: No sé cuando eres, cuando es alguien más, ya no estás, eres uno más y no te puedo reconocer, todos suenan igual.
Todos suenan igual.
Todos suenan igual.
Todos suena igual.
Se encerró, despejó una mesa y comenzó a crear dos pequeño auriculares, unos aparatos con delgados cables sostenidos por una base de litio, cosas delicadas que se enredaban como caracolas.
Se abrió los oídos y comenzó a vaciarlos, la sangre caía como pesados listones acumulados en el suelo, al final cayó arena y quedó un vacío sin su sonido profundo. Y entonces introdujo los auriculares, uno azul y uno rojo, y se cosió en cada brazo unos botones para iniciar, para detener, para adelantar y para regresar.
Caminó con cuidado, se acercó y le susurró: Escucha, cuando venga alegre escucharás esta canción, presionó uno el botón del brazo derecho y comenzó una música arlequines y circo, y cuando venga triste escucharás esta, presionó el de su mano izquierda y una sinfonía melancólica salió expulsada de uno de sus oídos, así sabrás que soy yo.
Tres días lo intentó, pero su sonido izquierdo sonaba mucho más que el derecho, ella seguía igual y no dejaba de llorar, él ya no era el científico inquieto, él no era más que notas musicales.
Se encerró una vez más y construyó un par de ojos, ojos robóticos que veían más allá, que giraban mucho más y que se acercaban al color que ella había tenido, dos esferas que se moverían sólo dentro de sus cuencas oculares.
Cuando terminó la noche estaba apagando pero las formas aún se veían azules y blancas. Se sentó junto a ella y le puso los aparatos en sus manos: Te he construido unos ojos que sí ven.
Con cuidado, evitando tirar pestañas o abrir más los párpados sustituyó sus ojos. Ella vio y sonrió, lo tomó del brazo y caminaron juntos para volver a soñar.
En la mañana, cuando las cosas recuperan el color, ella se despertó, abrió los ojos y se dio cuenta que, aunque veía, ya no tenía el filtro neblinoso, sus pasos eran pesados y él era un sordo al que desconocía. Se levantó, no le importó el ruido pues era imposible despertarlo así, juntó sus cosas y dejó escrito en el espejo: Somos otros, somos diferentes, debemos cambiar y desapareció del cuarto.

jueves, 23 de diciembre de 2010

feliz navidad


Se sentaron a beber café. Era una tarde amarilla, el sol se filtraba entre las nubes, los árboles que sostenían cadáveres de hojas eran aclarados por la luz, los colores desaparecían en un ámbar aferrado a ser el único y el viento helado que cargaría las nevadas se había vuelto pesado, el blanco desintegrado y la humedad convertida en un fantasma vaporoso.
Entre el sol y el aire las bufandas que buscaban nieve habían caído, los abrigos seguían guardados y los regalos olvidados.
Sólo una de ellos dibujaba sobre hojas blancas copos de nieve plateados, algoritmos cristalizados en tinta, mandalas desiguales que al pensarse comenzaron a tener volumen, a salirse de las hojas, a estructurarse como figuras de hielo, fríos y nórdicos. Los tomaron y descubrieron que al soplar producían nieve.
Como seres flotantes recorrieron la ciudad soplando a través de los copos, convirtiendo el día amarillo en un día azulado, con decoración invernal. Los edificios barrocos sepultados en nieve se abrieron como museos de lo solidificado, pizarras de la exageración dormida.
Terminaron juntos en un callejón blanquecino, sus pasos hundidos, sus miradas bajo pestañas de nieve y construyeron un elefante de nieve, con colmillos de hielo; un elefante que se movía y los seguía, su ruido era el de los inviernos atrasados, dormía de día, escondido del sol y despertaba de noche para mezclarse con la luna.
Cuando la nieve comenzó a derretirse el elefante comenzó a llorarse, a volverse diminuto y a convertir sus colmillos en pequeñas esferas navideñas, esferas con un elefante dibujado, esferas con olor a azúcar, esferas que esperarían el próximo invierno para aparecer en los árboles.

miércoles, 10 de marzo de 2010

EDBURG Daniela, Muerte por miss clairol http://www.danielaedburg.net/#/content/pictures2/MUERTEPORMISSCLAIROL.jpg/
Unos zapatos altos y negros para pasos con ritmos pausados: pauta para que el pavimento guarde silencio, parálisis de la pasividad, paseantes perturbados, pararse y enmudecer; contar las miradas que intentaron ver el sonido. Unas medias transparentes hechas con alas de mariposas. Un traje negro y formal, un traje con sombras de los años cuarenta. La boca, pequeña a los lados, casi un círculo, casi una boca roja para darle calor a los besos de noche, una boca que no ríe. La piel: cirros con demasiada luz. Los ojos grises, ojos de humo espeso condensado en iris gigantes. El pelo negro un manto nocturno sin estrellas ni satélites, una penumbra que de día devoraba la luz y la desaparecía. Un bolso gris oscuro, uno pequeño donde guardaba monedas que le dieran los ruidos que ella no hacía, un labial rojo y un rímel denso para las pestañas.
Era un fantasma que se sabía fantasma y quería ser humana, el maquillaje: una máscara mortuoria que la hacía verse viva. Zapatos: construcciones de animales muertos que pesaban para evitar que flotara.
Los pasos se quedaban marcados, caminaba derecha siempre al mismo lugar, un bar en una esquina, una casa vieja de ladrillos que por dentro era verde y por momentos azules: dependía del balanceo de las lámparas de luz muy amarilla. Una larga barra con miles de bancos iguales, una fila de círculo sin personalidad, es pared era de espejos y estaba decorada por botellas sin orden alguno, grandes y pequeñas, espejos y vidrios de colores: un arlequín de cristal partido en pedazos. Ella se sentaba en un banco, cruzaba las piernas y pedía Campari para mantenerse con color, bebía lentamente en copas Art Decó. Esperaba a quien fuera que llegara; y entonces se acercaban hombres solos, la barra siempre ha sido para los que están solos. Bebían y platicaban con ella, quien permanecía callada, una estatua que sólo miraba y escuchaba.
En la madrugada ella se levantaba, tomaba su bolso y caminaba hacia afuera, llegando a la esquina se encontraba con el hombre de conversaciones nocturnas, y entonces caminaban juntos. Se perdían ente las luces de la ciudad dormida y llegaban a un hotel. Ellos se divertían, ella se sentía viva sin sonreír. Los zapatos siempre puestos, hasta que él se dormía, ella se levantaba, los ponía a un lado de la cama y flotando a uno centímetros del suelo iba a desmaquillarse para poder flotar mucho más atravesar el techo y volver a empezar buscando sentirse viva sin querer dejar de estar muerta.

Se sentó en el mismo lugar, bebió lo mismo, leyó algunos periódicos. Se acercó un chico delgado, su saco gris se perdió con la tela del banco, limpió lo húmedo de la barra con una bufanda vieja y roja, secar lo viejo con olor a viejo. Pidió una cerveza: un tarro grande y transparente deteniendo burbujas doradas, puso su sombrero en la mesa para empezar a beber mientras tocaba en la barra como si se tratara de un piano, cerraba los ojos y movía los dedos más rápido. Los ojos de ella quedaron atrapados en el movimiento, toda la noche escuchando la sinfonía silenciosa. Y, finalmente en la noche salieron, caminaron juntos hacia la casa de él.
Un prender instantáneo de múltiples luces pequeñas, la iluminación dividida en microlámparas con forma de aves multicolores. El sillón verde adquiría coloración mientras crecía la luz que se adecuaba al espacio poco a poco, el rojo siempre permanecía rojo. Un piano negro en la esquina y una orquesta de instrumentos que parecían tocarse por sí solos. Libros y revistas por todos lados, hojas secas y hojas húmedas por las noches creativas donde las bebidas se escapan para que uno no se entretenga bebiendo.
Fueron a su cuarto, ella, como siempre permanecía con los zapatos. Las sábanas se convirtieron en viento nórdico blanco y ligero, caían como nieve incorpórea sobre ellos. Movimientos lentos, las manos hacían un recorrido pausado, un texto táctil que recuperaba que debía ir despacio para sentir las figuras prosaicas. Un despliegue de flores de cerezos muertos y ella sonriendo, sin pensarlo.
En la madrugada se levantó, no se podía quitar los zapatos, intentó desmaquillarse pero permanecía como máscara veneciana intacta, no podría escapar. Volvió a dormir, esperando que en la mañana pudiera flotar mezclándose con la luz del sol. Pero cuando ambos despertaron él la abrazo y permaneció quieta.
El día coloreó las paredes de amarillo, se escondió entre rincones y espacios pequeños, una invasión que definía formas y eliminaba sombras. Se quedaron en la cama todo el día:
Él sentando en la cama dándole le espalda mientras leía, ella viendo fotografías de un viejo museo desaparecido.
Ella jugando cartas sobre las sábanas como un desierto bajo naipes, él escribiendo una canción.
Él interpretando con sus calcetines un juego de niños, ella riendo escondiendo la mitad de su cara bajo la almohada.
Ella intentando tocar la misma melodía en el piano ficticio del bar pero sobre su espalda, él contando las nubes proyectadas sobre su piso de madera.
Las estrellas y la luna como figuras nocturnas armaron un calidoscopio en grises, las sábanas se convirtieron otra vez en vientos nórdicos. Y, en la madrugada ella se volvió a levantar, esta vez sí pudo quitarse los zapatos pero no flotó, el maquillaje seguí intacto, atrapada y desesperada abrió el espejo y encontró unas pastillas, se las comió todas y cayó.
Por la mañana él la encontró entre toallas blancas, seguía viva, con los ojos abiertos, llorando, el pelo aún negro había creado un lago polimérico muy oscuro, un baño opaco, la sangre convertida en pintura. La ayudó a levantarse y a enjuagarse la piel empapada por pigmentos brunos como plumas diminutas.

En la tercera noche ella seguía sin flotar. Esta vez dibujó un mapa sobre sus brazos, siguió el camino azul bajo la piel traslúcida. La sangre caía pesada, gotas demasiado saturadas, radicales libres sin espacios hacían a la sangre verse púrpura. En la mañana la encontró con los brazos abiertos y listones naranjas, listones rojos, listones rosas, listones morados salían de sus brazos, una carpa de circo dividida. Los acomodó, cerró la herida y cortó el resto de los listones. La cargó y la colocó sobre la cama, una muñeca que seguía respirando.

En la cuarta noche del cortinero desplegó una cuerda de azúcar y trigo, un tejido dulce y se colgó, su cuerpo parecía de tela, giraba pero seguía respirando, podía habla normal y se dio cuenta que tampoco volvería a morir esa noche. Para evitar que él la encontrará se balanceó hacia el lavabo hasta que sus pies quedaron sobre él y desató la cuerda. Sonriendo se acercó a la cama, la dio un beso en la mejilla y durmió. En la mañana la buscó, se volteó y seguía dormida, sin embargo flotaba un poco, cada vez más y más, su silueta se volvía transparente, su sombra se sacaba como si fuera de agua y entonces desapareció para siempre.

domingo, 17 de enero de 2010

Oreo


Death by Oreos, Daniela Edburg, http://www.danielaedburg.net/#/content/pictures2/MUERTEPOROREOS.jpg/
Sin dulces, sin azúcar, sin chocolate, sin risas a la hora del té, sueños en una vieja dulcería:
Por fuera; una delgada y alta puerta verde, una vitrina de vidrio impalpable que permitía ver un escenario que nunca cambiaba: pasteles de verde ficticio eran las montañas, un castillo de galletas frágiles, galletas de papel dulce, caballeros con piernas de chocolate y sacos de caramelo, un diminuto tren cuyo mecanismo dependía de un burro llevaba en los vagones de azúcar casi invisible.
Por dentro; un golpe de la puerta en una pequeña campana de cobre. Estanterías llenas de frascos, un frasco para esferas de colores (infinitas capas que mutaban mientras uno llegaba al final inalcanzable), un frasco para bastones (blanco y rojo, blanco y rojo repetición retórica de Noche Buena), un frasco para chocolates con diferentes figuras (todas ellas cantaban para impedir dormir al dulcero), un frasco para paletas rojas (falsas cerezas congeladas), un frasco para dulces de café y de mantequilla (escarabajos inmóviles que sabían a las tardes sin sol, pero con chimenea), un frasco para las semillas empapadas en azúcar (pájaros sin alas que buscaban nueces, almendras, avellanas y castañas para cristalizarlas y convertirlas en el postre de los niños que llegaban a sus jardines). Después de los frascos estaban cajas y cajas verdes que guardaban secretos con envolturas de colores brillantes.
Para Alicia las puertas se cierran, el recorrido en reversa la deja oler pero no siquiera mirar. Tiene prohibido acercarse a los dulces y al color por lo que su mamá a construido, la casa de paredes blancas y adornos negros, su vestuario siempre es una blusa blanca y un traje negro, su hija es de piel blanca y ojos y pelo muy negro, una imagen del cine mudo que le permite leer sin distraerse; los loros al tocar sus tejas oscuras se convierten en cuervos, la mariposas si no se pintan de blanco se desvanecen como tejidas en la niebla.

Alicia jugaba en el jardín: un patio de mármol con estatuas negras. Jugaba ajedrez con ella misma, hasta que detrás del jardín se acercó un hombre viejo: barba de espuma, traje morado y verde y un sombrero de felpa, pasos largos como arlequín danzante, se acerca a la niña, sus ojos son grises y su boca huele a chocolate. Saca de su saco un bolsa de dulces que Alicia lanza por miedo a los colores y entonces el hombre tira las piezas de ajedrez y las sustituye por galletas blancas con negro, vainilla encerrada en chocolate. Al principio ella sigue jugando, después lame una de las galletas, apenas las toca con la lengua que se oscurece, sabe a la noche dulce ahogada en leche. Ya no juega se dedica a comerse la piezas.
Una vez que acabó, sube a su cuarto y descubre sus muebles sustituidos por galletas, toda la noche mientras recita a Hoffman Alicia come y come hasta ser un cadáver de vainilla y chocolate.

El cuerpo fue encontrado, la niña bajo montones de galleta, la madre lleva el cuerpo, lo coloca en el jardín junto con el resto de estatuas. Es una estatua que, durante las mañanas de sol blanco, se ve a una mujer lamiéndola y llenándose de migas de chocolate.

Serie Drop Dead Gorgeous de Daniela Edburg


Dead by Cotton Candy, by Daniela Edburg, http://www.danielaedburg.net/#/content/pictures2/MUERTEPORALGODONDEDULCE.jpg/
Entre los sonidos editados, los no escuchados, los disfraces obsoletos, existe una cinta: enlazada con pegamento seco, con olor a caramelo y nublado por las huellas digitales de niñas imprudentes sin guantes; después de una lluvia de betún de vainilla (caracteres dulces de destilados de flores incoloras); después de un naufragio en pasteles (barcos que se pierden en mareas de chocolate); después de lamer los vitrales falsos de un película falsa (azúcar que pierde su corporación); Hitchcock tuvo pesadillas, una noche donde mujeres estilizadas como muñecas, con maquillaje plástico y peinados inmóviles son asesinadas por objetos inanimados.

Nubes de algodón, no, no debemos hacer una metonimia; es una burbuja que termina asesinando a la metáfora, la degrada para surgir como parásito.
Un tornado de algodón, uno rosa technicolor, que deshaga el trigo, que se lleve los adoquines del gran camino amarillo, desaparezca a D. sin zapatos rojos, con azúcar neblinosa la bruja del oeste será invencible, se habrá comido a todos los m y Oz será el plantío más grande de amapolas, infinidad de infinitos campos rojos, desiertos somníferos: las lagartijas dormirán hasta secarse, los soldados impregnados por el rojo de la guerra se camuflarán, se perderán sedados, enterrados bajo millones de medallas de polen.
El perro se perdió, su ladrido se convirtió en el sonido del viento espeso. No hay globo aerostático, se congeló bajo las nubes solidificadas.
La imagen va en un sobre sellado, es el timbre postal de una carta muerta y sin timbre.

martes, 5 de enero de 2010


Daniela Edburg, Death by coffee. http://www.danielaedburg.net/#/content/pictures2/MUERTEPORCAFE.jpg/
El cielo amarillo, la ciudad en colores pálidos, matices de decoración antigua, los hombres siempre de trajes oscuros, las mujeres con altos tacones, vestidos con la cintura ajustada y faldas largas. Las casas escondían espacios pequeños, un laberinto de cuartos. Entre la multitud de casas, una a lado de la otra, un escenario de ladrillos multiplicados en estructuras simples de ventanas pequeñas delimitadas por marcos blancos, un árbol al frente para decorar las fachadas, había una convertida en una cafetería y pastelería. La dueña era una mujer pequeña y delgada, pelo corto negro y piel blanca, se movía despacio, como ramas sin volumen animadas por lluvia imperceptible. Sus pasteles siempre con forma de manzanas, las galletas las servía en canastas; y, la gente decía que, en su diminuta cocina café con electrodomésticos dispuestos como juego de niñas, pájaros falsos, de ojos gigantes y azul eléctricos, ilustraciones sin voz colgadas por hilos transparentes, le ayudaban a cocinar mientras cantaba. Ella no lo negaba, le gustaba ser un cuento, haber recortado su imagen de dibujos de Marianne Stokes: las paredes las había decorado con pinturas, postales y timbres de la misma autora, mujeres bidimensionales, de caras redondas y los ojos semiabiertos.
Para mantener la imagen de princesa adormecida debía ocultar su adicción al café: entre las puertas de su cocina, detrás de las cortinas, dentro de los pasteles que comía ocultaba granos de café, dulces de café, bebidas preparadas de café. Era una imagen por cada vez que lo probaba: café, soñar entre trigo que se sueña y así no corta, café, una cabaña construida por historias, café, tardes grises con nubes marrón, café, viento de mariposa, café, las semillas coloreando cartas que sólo se leen una vez.
Después de cerrar la tienda se escondía, sentada a lado del horno y bebía café mientras leía cuentos rusos, cuentos llenos de nieve y frío, palabras de hielo que invadían a los autores a los que imaginaba o en cuartos vacíos con una máquina de escribir negra y vieja, o sentados en una cancha de tenis abandonada donde se dedicaba a tejer con la red mantos de palomillas. Después de horas así escondía otra vez el café y se llevaba el libro, los guardaba en estanterías protegidas por rejas, temía que monstruos gélidos pudieran escapar y atraparla en esferas navideñas.
En las mañanas las ojeras eran un fantasma rojizo con olor caliente, olor a tiempo que se desvanecía bajo capas de maquillaje muerto que la hacía verse más viva. Cubrirse en una neblina con sabor artificial, usar un vestido azul que al darse la vuelta desapareciera el polvo de nubes destiladas.
Todas las noches eran iguales hasta la última. Leyó hasta quedarse dormida y entonces del libro, de las palabras salió un monstruo nórdico, un aire impalpable que conformó figuras de café seres líquidos que se movían como sombras, avanzaban sobre ella que no despertó hasta sentirse congelada y húmeda, rodeada por semillas de café que brincaban y formaban figuras de fractales deformándose para adecuarse a su forma, cubrirla, esconderla y desaparecerla.

Tazas y tazas de café salieron, cada persona que fue a buscarla entraba evitaba las sombras y recogían algunos de los granos que tapizaban el piso.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Caen los pecados por las escaleras agonizantes, caen en honor del arte y la cultura olvidadas por la Ciencias Sociales y Políticas, dejamos morir al artista, lo olvidamos y con él a la expresión humana, a la expresión del espíritu social. Se convierte la gula en devoradora de notas musicales, anda sobre pentagramas bailantes, desaparece el Huapango de Moncayo y silencia a Veracruz, La marcha Zacatecana se convierte en la ilusión y el fantasma mudo de Genaro Conín y termina bebiéndose el vals de las olas, secando a Juventino Rosas. La avaricia ambiciona el color, Posadas la dibuja como La Catrina que ocultará el blanco y negro con el jugo de las sandías de Tamayo y el verde alcoholizante del Maguey de Orozco que dejará de ser símbolo mexicano. La pereza se sentará sobre Sor Juana Inés de la Cruz que romperá la lírica del verde para evitar contar, Quiroga se quedará dormido y no conseguirá las plumas del almohadón; los plateados del Zarco se opacarán en la falta de escritura de Altamirano. Los pasos de baile sobre la duela se volverán yunques de los bailarines, José Limón y Josefina La Valle romperán el piso y la estética, serán coreografías de soberbia para evitar ser olvidados y reemplazados por los internacionales que para nosotros brincan más alto. La lujuria encadenará la Libertad de Antonio Rivas Mercado, convertirá la independencia en una seductora del norte, prostituirá a los alebrijes de Pablo Linares para comercializarlos en el mundo como decoración fortuita. La ira hispana en los indígenas tirarán los azulejos de Echevarían, lo descartarán por ser criollo, el enojo apagara el horno y borrará la arquitectura de la Nueva España. El cine nacional envidiará a Greta Garbo, transformará a Dolores del Río en una figura femenina comercial sin nacionalidad, será golpeado el Indio Fernández, torturado por contar historias para México, Roberto Gavaldón contará Macario y envidiará las palabras de Traven, un extranjero que entendió mejor a México, Miguel Melitón Delgado silenciará la risa de Cantiflas para que tampoco a él se le reconozca.
Ha muerto el interés y las piezas desaparecerán.

lunes, 28 de septiembre de 2009


Niño, déjame que baile.
Cuando vengan los gitanos,
te encontrarán sobre el yunque
con los ojillos cerrados.

Se filtró una imagen a través de sus párpados de papel; el soñador de ilustraciones despertó aún dormido, su cuerpo se hizo arena y sus dibujos se volvieron páginas de libros. Libros sin letras, libros pesados y húmedos por el aceite sublimado de las nubes.
Las palabras eran ahora los cuentos de los personajes, el idioma transformado en hongos literarios, en relatos de seres ficticios, seres ficticios por tener siluetas definidas en lápiz.
La niña del vestido de cera canto al ala de cisne con cuerpo de humano, contó sus plumas en mitos y las desapareció en lagos de estambre que colapsaron sin tener olas de lana.
Con la marca negra que escurría al margen una vieja bruja desarmó focos de mantos acuíferos, los texturizó como pulpos incorpóreos, sombras púrpuras entre fuegos artificiales de sal y escamas.
Del desierto rojo crecieron columnas de ciudades ficticias y barcos con textura de lodo y ballenas sin sonido, cadáveres animados que entretenían al viejo montado en un elefante de goma que se derretía frente al fantasma del sol neblinoso.
Un gato, con flores saliendo de sus orejas armaba un rompecabezas con cristales sobre el vestido de la reina de los pavorreales que desaparecía bajo notas de cantos italianos.
Un hombre en blanco y negro, se ha quedado mudo, dirige una orquesta de velas y nieve, dirige un baile donde los tenedores juegan a ser piernas, piernas que al chocar se vuelven eco infinito. Finalmente se oscurece, el hombre cierra el libro y deja que cada cuento se vuelva un instante de la caída, la caída que recorrerá infinitas ventanas, la caída que se volverá un fantasma del ilustrador que armaba aros para transportar tapices florales en autos metálicos.

sábado, 2 de mayo de 2009



El museo cerró, los pasos huecos de zapatos altos desaparecieron como fantasmas, las risas silenciosas convertidas en polillas de eco revotaron entre los marcos y los aparadores, los reflejos sobre el piso de mármol se diluyeron, las luces se apagaron y quedó una apertura de las lámparas de neón, una lluvia que empezaba blanca, azul, naranja, morado, rosa, verde, amarillo; figuras; se formaban animales flotantes, sólo su silueta y la sucesión de movimiento que dejaban al volar.
Se juntaron para imitar pinturas, formaron los contornos de edificios y caras, resaltaban las facciones de fotos y revivían modelos que cantaron a través de megáfonos lumínicos. Una noche de casino antiguo. Figuras rápidas. Letras impalpables. Tatuajes momentáneos. Insectos insonoros, insectos inexistentes. Reflejos de los reflejos.

El artista en las escaleras, esperando la resonancia del chocar de las llaves, el giro casi mudo en la cerradura para regresar a ver su obra; una litografía medida en pulgadas. Gira para mirar su exposición medida en segundos. Ve las luces medidas en litros. Su obra sin medida sonora aparentemente transformada. Su grito medido en potencia acústica y el espectro de frecuencias como ola sobre el edificio.
Y el espectro de frecuencias del sol conjugado con el grito de pintor paralizado. Las ventanas explotaron con el sonido, se convirtieron en azúcar de luz y desaparecieron los restos del teatro nocturno, cadáveres apagados de animales simples, siluetas cirqueras que brincaron dibujando sombras en tecnicolor; sellaron el escenario con imágenes progresivas de su baile.

lunes, 2 de febrero de 2009

Se encerró en el cuarto, la niña de ojos grandes y oscuros, la niña del pelo negro y la mirada infinita. La puerta del cuarto creció, entró a un no lugar que se llamaba, o no se llamaba La Falta del Anfiteatro. No había luz, ni sonido, las ideas de la niña desaparecería junto con su olor a café, se convertirían en pixeles diminutos, las letras caerían en petróleo que las devoraría para convertirlas en polímeros secos.
Para evitar el futuro dentro del lugar sin coordenadas en su jardín de tulipanes y geranios, de paredes rosas y moradas, de lagartijas oxidadas con pasos desérticos se le construyó un anfiteatro romano, un espacio cónico con ladrillos y tabiques que interactuaban, cada fila era parte del lugar ficticio que ella convertiría en uno real:
La primera era un espacio lleno de espejos, algunos volteados y otros reflejándose para crear múltiples patios de mercurio; tigres de papel, animales amarillos tras rejas de cera oscura; mesas para té y liebres de marzo; de repente un aleph se escondía debajo del mantel donde el sombrero loco celebraba su acento británico.
La segunda era el espacio surrealista donde los relojes derretidos se reincorporaban para volverse a derretir; las escaleras acababan para que empezaran otras en otro sentido y todas eran recorridas por hormigas que se metamorfeaban en poemas legibles a las cinco de la tarde; búhos, gatos, plumas y relojes de arena acompañaban a mujeres con facciones triangulares buscando escapar de las pesadillas para permanecer como sueños.
La tercera eran voces y voces, representaciones de títeres sobre el ser, el amor, la muerte y la existencia. Sartre hacía llorar a Shopenhauer a quien después Nietzsche intentaba calmar regalándole un súper hombre sobre el que Platón reclamaba derechos, todo en un teatro de sombras temblorosas, velas y supercuerdas que alteraban el ritmo histórico de los filósofos.
La cuarta era negra con luces rojas y púrpuras, un espacio donde se tatuaban flores que subían y bajaban entre olas cibernéticas eran tatuadas por un hada que se movía imitaba el baile de las orquídeas; estaban hombres que fotografiaban abyecciones a partir de su cuerpo, lastimaban la piel para usar el arte y salvarse; un niña con lentes de corazón que jugaba con una pelota de tennis.
La quinta eran pantallas de cine: un beso bajo la lluvia italiana; una mordedura a una paleta azul; una patineta dejándose llevar por las vías del tren; una nave, una puerta con disfraz de monolito; una pintura del romanticismo moviéndose; un robot con alma; un esquizofrénico siendo dos y uno.
La sexta estaba en blanco…

martes, 13 de enero de 2009


Se levantaron un primero de enero, era el amanecer sin sol, el año empezaba con luna. Habían dormido dentro de una bodega con paredes púrpuras y verdes repletas de letreros, afiches y señalamientos de tránsito; era un mar de cobijas, acuarios de almohadas, ellas descalzas en vestidos alternativos y nocturnos y ellos en trajes oscuros con corbatas interactivas; junto a ellos estaban reposando botellas vacías, habían bebido burbujas oníricas, destilado de algodón de azúcar, agua de oz y comido uvas de transparencias de 1930. Todos sus deseos estaban envueltos con lo que fue una carpa de circo, disfraces, zancos, antifaces, pelucas, palomitas de maíz y títeres de leones y focas.
Uno de ellos se asomó a la calle y gritó: “todo está normal”, y entonces desesperados se disfrazaron, maquillaron y practicaron sus actos. Salieron montados en monociclos, jirafas de tela, pingüinos de arena, vacas de girasoles y caballos dirigidos como muppets. Bailaron y cantaron en las calles, soplaron luces y brincaron sobre los letreros para revolver las palabras y formar una sopa de letras que comían de vez en cuando para tener que decir.
Su año nuevo empezó con un nuevo espectáculo que esperaba la llegada de más disfraces.

viernes, 26 de diciembre de 2008


1. Eddie y los niños (segundo capítulo)

La ciudad es blanca por la luz, por los edificios con decorados exteriores al viejo estilo colonial, las jardineras son de ladrillos claros y los árboles tiene hojas delgadas y verde olivo, casi despintadas o casi pintadas. Avanza evitando las rayas del pavimento, brinca entre adoquines, deja las huellas de sus tenis; las deja de colores, siempre amarillos en diferentes porcentajes de oscuridad, arma su camino amarillo y despierta los grafitis de las paredes para que con voz baja le digan: “Follow the yellow big road”, sus espantapájaros y hombres de hojalata son bidimensionales y pixeleados, viven sobre las paredes y sólo están vivos cuando ella está cerca.

Se para frente a una tienda de grandes ventanas, un lugar frío saturado de promocionales que para Eddie son hologramas que la invitan. Antes de entrar besa el vidrio, deja una marca rosa cliché de la que crecen enredaderas con ramas en espiral y flores art nouveau acomodadas a las coloraciones actuales, se expanden emanando tonadas polifónicas de bandas sonoras de películas sesenteras, prefieren sobre las demás el sonido de la pantera rosa que embona con su existencia en la gama de matices. Ella toma un té verde, deja el dinero en la tienda y sale corriendo mientras el empleado le grita: “Hey, regresa, tengo que marcar los productos.” Eso la hace reír e ir cruzando las piernas para generar un andar en zigzag.

Bebe un poco del té y el resto lo deja caer sobre geranios para hacer que sus hojas adquieran más volumen y luzcan como gomas de caramelo coloidales, que transformen la luz artificial de los faroles nocturnos en reflejos Disco: para hacer a los jóvenes nocturnos bailar siguiendo la iluminación.

Eddie llega a un parque, se sienta en una banca metálica y saca un dulce: una paleta de cereza cuya envoltura guarda pues le gusta la ilustración: una cereza animada, con ojos, boca, dedos y uñas que no sigue los cánones del diseño pero saluda a los degustadores. Se sienta sólo a eso, a disfrutar su dulce en un ambiente lleno de gente que colorea: a las señoras que venden flores rojas para que se vean más que el resto, para que sus flores alcancen mayor diámetro y se note su dulzura, a los hombres de traje que esperan: una cita, a su jefe, una idea, un segundo tranquilos, un café al aire libre, una mujer que los desconecte, un señal de red, un viento frío de las mañanas polares, esperan un esperar los deja magenta para que no sientan que dejan de existir, a los viejos que recuentan años que ya no existen en rosa claro para que nadie los distraiga y separe de su pasado y a los niños de violeta para que jueguen sin límites, para que rían y se escuchen en todo el lugar.

Y a los niños de violeta para que jueguen sin límites, para que rían y se escuche en todo el lugar; Eddie los mira y sonríe, juegan con un balón, se lo lanzan y lo patean, sin ningún orden sólo tocan la pelota para no deshacer la estructura de hexágonos y polígonos de piel: jaula de aire. Los ve ir de un lado a otro, los oye gritar y entonces se escucha un silencio:

El balón bota sobre el pavimento de la calle.

El niño corre tras ella.

Un auto enciende y apaga las luces.

Un golpe con sonido vacío.

Cae el niño con el balón en las manos.

El balón; la cabeza; son ahora partes.

El niño sangra y la pelota se desinfla, sus sueños y pesadillas se van en forma de cocuyos, llegan a las nubes y se esconden. La imagen sobre el pavimento se convierte en un collage, impresiones de revistas viejas. Eddie se acerca, va llorando, corre, se agacha y roba el recorte donde aparece la boca del niño, una sonrisa grande y rosa, la parte viva que quedó.

Sigue corriendo intentando escuchar la risa del niño que ya no ríe, corre hasta esconderse bajo un puente lleno de historietas neo yorkinas; saca de la bolsa un cuaderno y un lápiz, cierra los ojos, besa el recorte e dibuja un niño que se escapa, que corre más allá del campo de centeno y cae deteniendo el cráneo de una calavera con facciones de azúcar mexicana, una muerte que dejó el altar para alcanzarlo y enterrarlo en un campo de flores naranjas.

Eddie deja de llorar, el maquillaje está corrido y la boca del niño desaparece en el aire, se va siendo pedazos electrónicos de papel, se va y la hace levantarse, caminar hacia casa, caminar a dormir mientras sus pasos generan nota de Where the White boys dance.

lunes, 24 de noviembre de 2008

el principio de una novela

El primer viaje: una maleta de luces, una pecera cerrada, especies acuáticas pintadas con acrílico sobre la piel, un collage del mar en el que algunos se inflaban y otras medusas se reducían para avanzar y alcanzar la mano entre cuyos espacios se veían estrellas: orificios de luz en los que la piel no alcanzaba a tener contacto; una carta, un rompecabezas colgado de un armazón sólo diciendo adiós, letras que pendían y giraban para alargar la lectura; sobre el cobertor de la cama círculos animados, esferas bidimensionales que parecían moverse según la rotación solar, un campo de aerosol con olor a cerezas en almíbar, adornos de pastel que había robado para entretener su arte; un frasco relleno de caramelos: dulces de menta para las noches sin aire, de café para los besos falsos, de uva para los días interminables y gelatinas para lo días con risas; un par de converse rosas a juego con una playera del mismo color (un estampado de letras estallando, un letrero conformado por títulos de canciones), unos jeans ajustados, un rápido peinado que dejaba fuera de la liga la mayoría del pelo: les daba independencia a las ideas que debían escapar entre los poros de la cabeza, un maquillaje con sensaciones de goma de mascar tuttifruti, unos lentes oscuros a juego y una bolsa de plástico transparente sobre la que están impregnadas objetos de los video juegos.

Una taza de café, la chica se sienta, genera un globo aerostático rosa con el chicle donde se ven pequeños seres circulares, seres violetas de la fábrica de ideas de la chica. Está acostada en un diván púrpura, sobre ella un póster, una banda frente a un reproductor de LP, una imagen al blanco y negro donde el estampado del disco se colorea con matices brillantes y empieza a sonar, ella cierra los ojos y mueve suavemente el cuerpo, baila y sueña, sueña con el olor tóxico de la pintura: un mundo de edificios de los que se desprenden estampas de gotas con coloraciones primarias, que mientras caen se unen y forman mariposas. Se escucha Heroin y a cada verso corresponde una imagen: I wish that I was born a thousand years ago un cuerpo hecho con carbón, una simple figura de líneas y una circunferencia por cabeza a la que le crece barba…I wish that I´d sail the darkened seas se levanta en animé, un oleaje de carbón, un subir y bajar de ondas de las que salen dragones y ballenas que saltan, animación en Stop Motion…On a great bog clipper ship un escritorio de escuela en el que por magnetismo se unen las piezas metálicas y se forma una nave, una especie de submarino con oxido escolar…

El disco se termina, ella toma un largo pincel sumergido en una lata de pintura y deja caer gotas uniformes que se multiplican en fractales sobre la alfombra blanca. Orugas nacen de las manchas, orugas verdes que dan dos pasos y se convierten en decorativos. Firma como E.W., merece un nombre de la Factory, merece ser llamada Eddie y avanzar en el cine mudo de 1920 donde sólo ella tiene color.

Antes de irse desprende el LP del cartel que toma volumen lo guarda en su bolsa y deja un mensaje en la contestadora: “Me marcho, no hay nada más aquí para mí, te dejó mis sellos y un par de besos escondidos en el cajón…te compré un conejo para que no estés solo, sé que no se debe de hacer pero lo he pintado, tiene el pelaje azul, seguro se esconde cuando llegues y seguro te diviertes buscándolo, me he llevado el disco del cartel, tendrás que conseguir otro.”Cuelga y cierra la puerta.

El principio de una nov

jueves, 16 de octubre de 2008



Gotas de luz
luz plástica
plástica de movimiento

movimiento muerto

muerto intoxicado

intoxicado de polímeros
polímeros fosforescentes fosoforescentes labios
labios de jueguete
juguetes abandonados

abandonados los cubos

cubos de danza

danza de fantasmas

fantasmas de polvo

polvo de pintura
pintura congelada

congelada por nitrógeno

nitrógeno que levita

levita tu sueño

sueño de pingüinos

pingüinos de azúcar

azúcar de lluvia
lluvia de moho

moho petrificado

petrificado el sonido

domingo, 14 de septiembre de 2008

Découverte des fleurs


Para Lucía cuando es artista

Tengo dos botones, dos dispositivos en mi cara como pedacitos de luna incrustados, mecanismos complejos que desarrollan efectos de espirales, luces y enredaderas de pintura espesa; pintura que deja de ser una estructura para volverse gotas que dibujan círculos sobre los edificios grises: rosa para expresar las risas de los que están detrás de un cubículo, verde y son los reflejos de miradas húmedas, amarillos son los soles encapsulados en bombillas, azul las envolturas de dulces que caen por las ventanas de los altos rascacielos.

El primero desenvuelve el olfato, abre cápsulas de olores: por las mañanas al presionarlo huele a la lluvia ficticia de las nubes de madrugada, a pasto expuesto a la luz imprevista, a lodo y a renacuajos no eclosionados; a veces al levantarme opto por no presionar el botón, permanecer en un ceguera olfativa pues me aturde la luz en algoritmos de olores. Por las tardes lo enciendo para beber café y sumergirme en ese ambiente oscuro y caliente, ondas líquidas sobre un espacio con tardes ocre, unos segundos de selva cálida. Pero cuando es de noche y hay estrellas, hay manzanas verdes y perfumes de grillos mudos.

El segundo ha crecido en mi labio inferior, un detector de sabores y texturas, un sello en la boca que implica el silencio, dos dedos y se paraliza la robótica interna, una explosión de mermelada violeta y activa la lengua que escapa como prisionero de aire. Presionarlo una vez me convierte en ser humano, aleja la Groenlandia que crece en mis pulmones haciéndola salir como vaho con forma de luciérnagas y en su lugar me deja huellas rosa claro, dalias sutiles sobre la boca, son las pequeñas marcas lineales, las palabras que no digo y dejo que alguien más las lea.

Ambos botones están porque estoy como ser vivo.

lunes, 30 de junio de 2008

lata pop


Te quiero y te beso,

te quiero y te abrazo,

te quiero y no te quiero dormido

te quiero y te compro sopa.

He explorado en la selva de anaqueles,

mercado ultramoderno con luces azules que esconden las sombras,

pasillos de productos con coloraciones extenuantes,

te he ido a buscar una sopa,

una de aquellas latas con sonidos de campanas,

ondas en líquidos espesos,

circunferencias lentas,

crema de movimientos humanos.

Es un viaje enlatado, un viaje para ti,

una crema con aspiraciones zoológicas,

flores como enredaderas,

flores hechas a mano con carbón,

se multiplican creando mandalas desapareciendo la imagen.

Te he preparado un grito de sol,

frases recortadas de un viejo periódico que harán que te levantes,

son manifiestos importantes

a favor de ti,

a favor de mi,

a favor del color,

a favor del movimiento,

frases que se gritan y después se quedan inmóviles,

pero también inertes.

Mi sopa tendrá mariposas dulces que eleven tu sueño,

alas de insomniópteros cargados de cafeína y gotas de pintura,

un espectáculo tronasol tejido en el humo que escapa.

Tiene un sabor dulce de fábrica y momentos salados de humanos.

Hay un beso escondido en la cuchara,

crecerá y contaminará tu comida,

sólo te hará cantar,

anda, repite una tonada verde,

con hongos y pájaros

A (alcachofas para tener corazón)

Z (zapatitos iluminados para las caricaturas mal aventuradas)

U (hule sin el principio innecesario que lo haga perder elasticidad)

L (lirios, no, botones de lirios acuáticos que cosan los cortes artísticos que tienes)

E (elefantes para organizar un baile en la madrugada)

S (sal para sentirnos en el mar).

Come y despierta,

despierta y háblame,

andaré vagando y espero

Buenas noches,

y cierro los párpados de mi robot con corto circuito.

viernes, 13 de junio de 2008

arañas


Se sentó bajó la ventana, se sentó con un café en las manos, fuera llovía. Ella era lo que Barrie había construido: una niña que no evitaba crecer, pelo de luz pesada, ojos azules casi negros y boca rosa, muy rosa y con esa esquina bordada que funciona como balcón babilónico.

El castillo estaba terminado, un cono blanco que lucía traslúcido por la luz que entraba. Un castillo triangular que aumentaba su tamaño en giros que se iban haciendo más y más angostos. Empezaba en el suelo y llegaba al otro extremo de la cama, una obra arquitectónica como puente sin río abajo, un palacio sin puerta pues los arácnidos sólo construyen trampas que no deben dejar a sus víctimas escapar. Cuando los padres lo vieron encontraron un telar de azúcar que no dejaba ni al aire pasar.

Leí la obra de Peter Pan: “¿Por qué Wendy puede pedir que se le construya una casa y yo no? Escuchaba a sus papás fuera de su cuarto, hacían planes y trazaba futuros intangibles para ella. Ella bebía café y contaba las gotas de lluvia, las congelaba en burbujas y las guardaba para poder soñar; tener imágenes livianas que como polvo de hadas la hicieran volar.

Llegó la última araña a la cima, tejió el último punto de la escalinata, saboreo su tela araña, lamió un extremo para comprobar que supiera a dulces de anís: glucosa y humedad en dosis suaves para una niña. Después descendió colgada a un delgado hilo transparente que la dejó ver desde el suelo la estructura perfecta que habían creado.

Se acostó en la cama, con el libro en las manos, cerró los ojos y se transformó en una estatua coloreada, una expresión del hiperrealismo encerrada en el simbolismo de lo onírico surreal. Mientras soñaba gritó una y otra vez, yo también quiero que me construyan una casa.

Arañas perdidas, arañas verdes y delgadas que no podían dormir por lo gritos de la niña salieron de debajo de la cama, llevaban más de un mes con el problema de la estatua ruidosa. Por una noche los arácnidos desesperados serían niños perdidos, con conciencia de avellanas y deseos de cuentos para dormir comenzaron a construir una casa, un palacio falso para Wendy falsa.

La luz: una mezcla de verano y gasa, una especie de humo que la despertó, el espacio estaba caliente. Los niños perdidos entraron por la ventana y construyeron una casa, una casa sin aire ni agua, un espacio gigantesco que asfixiaba poco a poco a la lectora de teatro.

domingo, 25 de mayo de 2008


EL niño con disfraz de caballero se sentó a tocar la batería. En un campo desierto, lejos de la y ciudad. Bajo árboles de los que colgó una serie de luces que apagaban y prendían. Era el caballero contra el silencio, tocaba y la tarola se encendía, aparecían lunares de amarillos luminosos que no se movían, se quedaban estáticos, aparecieron púrpuras en el bombo, verdes en los toms y los platillos sólo afirmaban ser dorados.

Siguió tocando y círculos comenzaron a moverse, a rebotar dentro de la batería. Los árboles la protegían del aire saturado de sonidos urbanos que iban a destruir el ritmo melódico que el caballero tejía.

Cuando termino, desarmó los instrumentos y dejó salir las luces, expulsadas rápidamente hacia las nubes, dejando líneas sin volumen de su coloración y cuando regresaban a la tierra, rebotaban en el piso y se transformaban en pájaros, pájaros que iban hacia la serie de luces. Una vez que todas las aves se sentaron sobre los focos, el niño desconectó la luz y los canarios (específicamente canarios) volaron hacia la civilización, volaron para comerse los sonidos rutinarios y dejar a cambio sonidos musicales que hicieran a la gente sonreir.

lunes, 19 de mayo de 2008

Si llegara la noche para mi, si como las olas se expandiera el oscuro azul sobre las nubes de agua sólida, las eternas nubes de apolo que me impiden contar estrellas; porque en realidad éstas no existen, son fugas por donde escapan los peces que andrómeda y la vía láctea transforman en planetas con consistencia gaseosa y plasmática.
Si llegara ya la noche podría contar los asteroides, las lunas y el polvo espacial, las incluiría en mi poema sobre los tulipanes y la lucha de sus bulbos por generar una droga somnífera que contrarreste a la fuerte y engreida húngara. Pero no, mi poema aquí termina, le he dado al mundo vegetación sobre vegetación muerta, es suficiente como botánico y como tejedor de letras.
Si llegara ya la noche la vería una última vez, pero ya no espero, es bajo la luz del sol que me como las almendras fermentadas, el arsénico en dulce dispuesto a repartir mi literatura sobre la mesa.
Si llegara ya la noche correría el cinematógrafo, reproduciría imágenes en blanco y negro que concordaran con mi situación luminosa. Pero no mi el proyector ya no prende, mueren las cintas de Garbo y Dietriche, Monroe se cansa de cantar en la cinta y Boggart endereza la boca para besar el reflejo en la pantalla, adiós al baile de Chaplin que se detiene despacio, se le ha acabado la cuerda.
Si llegara ya la noche yo no desaparecería, pero mi obra sí.

lunes, 17 de marzo de 2008


En un desierto verde, vive un niño en los espejismos del sol, un soldado pequeño que se perdió en las muchas de las guerras que no ganó, adora ver el horizonte lineal en un mundo esférico. Gusta de tener color durante el día, pero prefiere ser blanco durante la noche, pues la luz lunar lo convierte en parte de ella, obtiene las facciones de una perla terrestre, sin embargo cuando más tétrico es, nacen las estrellas que insisten en convertir la penumbra noctámbula en un espectáculo de luces, en deshacer la delgada y apenas visible capa de nubes; dejándolas como el polvo de los agujeros negros. El niño en venganza dispara contra ellas las perfora y se baña en el brillo líquido de sus nunca más enemigas.


lunes, 3 de marzo de 2008

El hombre del karma infinito

Para Mau

Todo comenzó el día sin luna. El sol deshidrató a las nubes y se convirtió en un cielo omnipresente de arena liquida, escurría los árboles y evaporaba a los animales. El primer indicio del cambio fue una gota: un punto negro líquido, tinta de escritores fantasmas que lloraba el árbol: un seco naranjo cuyo tronco parecía grafito y sus hojas invisibles, se había infiltrado por la ventana y ahora decoraba la cabecera de la cama (las voces de los literatos sonaban como canciones de cuna y dormían a cuantos se acostaban), el hombre que vivía ahí (un aviador retirado que rescataba cadáveres de pájaros y los hacía volver a volar por medio de artificios débiles y temporales) dedicado a la aerodinámica mantenía el cuarto en tonos blancos, por lo que el árbol decidió darle vida (a pesar de su condición moribunda) sus ramas crujientes se expandieron en las paredes como enredaderas espirales, márgenes que indiscretamente levantaban muebles y planos como una jaula selvática.

La sabia con el paso del tiempo y a través de los miles de escritos que curiosamente se habían encontrados en sus raíces se había vuelto de tinta. Él (aquel que antes armaban aviones) había visto extrañas gotas y palabras en su recámara, como ratones que no escapan y se absorben a las superficies. No le molestaba en lo absoluto, disfrutaba de leer extraños restos de ideas que él creía selváticas.

Sin embargo salió aquel día a volar con un petirrojo cuyas alas había reconstruido con papel de arroz y una compleja estructura de madera. Lo lanzó y éste no voló. Una y otra vez el animal caía formando ángulos agudos que lo despedazaban: intentos que se repetían siguiendo el patrón de las plumas: sangre en fragmentos sobre el pasto. Siguió hasta cansarse, hasta que el artefacto perdió la cabeza y regresó a su casa, gritando y pateando cuanto veía. Eufórico tomó una cubeta, agua y jabón. Limpió el piso, las paredes y sábanas de las líneas del árbol, inundó la habitación en burbujas que al estallar desaparecían todo rastro de ideas: cargaban con sueños que mecían en su consistencia tornasol y reventaban riendo de las frágiles conformaciones silábicas.

Cansado y empapado, en un estado pegajoso por lo dulce del jabón se quedó dormido. Y la planta inspirada por el exceso de luz que desaparecía la noche lloró y lloró, agotó lo que quedaba de libros y cuentos sobre él.

Al despertar como un punto negro, pelo, piel y ropa maldijo cuanto pudo, tiró lo empapado en tinta y se dio un baño para salir a dar un paseo rápido, un recorrido de imágenes que lo calmara.

Caminó por las calles marrón, calles cercadas por las sombras de árboles demasiado verdes: una escena en dos colores la ciudad y sus jardineras.

Seguía caminando jugando a ser una nube alimentada de formas y estructuras de reflejos. Se acordó de su experimento fallido y pateó un bote de basura metálico (de aquellos verde óxido y diseño clásico), éste, al instante, se volteó y dejó caer empaques, notas viejas, esqueletos de frutas y envolturas sobre sus zapatos, dejándolo con un olor a abismos de bazofia.

Recogió su desastre y buscó una fuente donde lavarse las manos, sin embargo cuando llegó encontró fuentes vacías, máquinas con ciclos de agua sin ser hidratadas; las maldijo una y otra vez, se acercaba a ellas y les gritaba, les escribió cosas encima.

Para controlarse se sentó unos momentos con los ojos cerrados y siguió caminando, había dado tres pasos cuando miles de rehiletes salpicaron arcos líquidos, generaron espectros de luz y se dirigieron hacia él: un hombre que dejaba huellas de agua, con ropa pesada y el pelo como araña de agua sobre los ojos.

Unos niños que pasaban cerca lo vieron y rieron. Lo imitaban y volvían a reír. Interpretaban sus movimientos curvos como circunvalaciones de anfibio. Cuando logró el logro de librarse de los rehiletes persiguió a los niños. Los siguió siendo un gigante de sonidos escandalosos y pisadas inmensas. Un viaje largo, hasta que se cansó y optó por regresar a casa y refugiarse del mundo.

Abrió la puerta con cuidado para no pisar mal y caer estilo minimalista. Una vez dentro, se acostó en un viejo sofá verde: un sillón con dimensiones incongruentes y forma indefinida, cojines sobrepuestos en escaleras de algodón que le permitían esconderse y no ver. Escuchó un rebote: agudo con eco, un estirar metálico seguido de otros. Soldados alumínicos se acercaban y mil resortes bajo su espalda lo expulsaron en una sinfonía atónica.

Decidido a dormir, escapó a su cuarto. Vio al árbol cuyo color oscuro había disminuido y se disculpó con él. Lo regó con frascos y frascos de tinta francesa y descubrió que mientras lo hacía volvía a oscurecer. La luna bajo del sol: un satélite naranja con filtros de su ser blanco regresaba con la noche, con estrellas y aire nocturno para los vegetales ansiosos por contar, por hacer dormir a la gente y capturar mapaches creadores de pesadillas.

Esa noche durmió perfectamente. Al día siguiente encontró en el marco de su ventana cinco petirrojos muertos que esperaban convertirse en aeroplanos.

martes, 26 de febrero de 2008

Hilando nubes


Para el Rainbowcrew

Llegaron tres jinetes flamencos en un andar tejido en seda: las aves rosas levantaban un poco las alas para liberar en formas de humo vino, olor a cerezas; se movían como títeres estilizados por la cordura de 1800, vestigios de Oscar Wilde que en sus poemas escribió encajes para decorarles la patas.

Los montadores: dos mujeres y un hombre, trotamundos de noche y recolectores de setas turquesa iban en la búsqueda de un punto en el cielo que les permitiera dormir y soñar en color: llevaban una semana fantaseando con espacios negros sin movimiento ni objetivo alguno. Su vestimenta contrastaba con los tonos pasteles de su montura: una de ellas, la más delgada, usaba un lindo vestido rojo con lunares negros (aquellos que las heroínas en Tokio desearían usar), delgadas medias negras muy femme fatale y grandes botas con un extraño juego de cruce de agujetas (un código de palabras hiladas); detrás venía una muy, muy alta, toda ataviada de negro, el pelo lacio formaba media máscara sobre los lentes oscuros que usaba, llevaba una gran cámara fotográfica: guardaba en ella las impresiones que apaleaba a lo largo del día; y él, coloreado por Antoine de Saint- Exupèry, usaba unos pantalones de mezclilla y un delgado saco que lo integraba al mundo formal sin expulsarlo del mundo al que pertenecía.




Se veían cansados, el sol se convirtió sobre ellos en una nube pesada, un reflector que los secaba hasta convertirlos en mandrágoras, andaban como mercenarios de sombras y sitios frescos y reales. El lugar empezó a armarse como un desierto, un espacio beige y marrón, cactáceas como plaga difuminada aparecían como secuencia del camino, diez veces y la luz permanecía igual, veinte veces y aún no cambiaba.

Fue hasta que llegaron a un pueblo fantasma. Los restos de una película vieja. Una cantina falsa y un hotel falso. Reflectores y cámaras rotas por todo el lugar. Decoraciones con cintas de películas. Falsas paredes de madera.

Buscaron una casa vieja con un inmenso tragaluz y escondites oscuros, querían observar el cielo para planear una decoración a parte de las tediosas y ostentosas nubes.

Se habían acomodado entre telares y ruecas oxidadas, les pareció entretenido girarlas, jugar a la feria de muñecas muertas, cantar mientras, crear sonidos a la par del movimiento, fue entonces cuando poco a poco, de las ruecas, empezó a salir hilo de colores, un manto de vapor que subía al cielo, se tejía como estambre y formaba gamas que ocultaban el azul, siete colores, uno por cada día de su semana, uno por cada sueño diurno.

martes, 12 de febrero de 2008

Otoño



Era momento de las cosas secas:

de la espiga en el ojo y el gato laminado;

del óxido de hierro de los grandes puentes

y el definitivo silencio del corcho.

Federico García Lorca






Ana estaba acostada en la cama roja ligeramente arrugada, entre sus olas y sus sombras, formaba un mar de vino tinto. Las almohadas perfectamente estiradas parecían tener un bordado que subía y bajaba hasta convertirse en el pelo naranja de la niña. Llevaba horas peinándose para lucir presentable ante la luna.

Sobre la cama estaba acostada una niña de fríos ojos verdes hundidos hasta los pómulos, donde se escondían las pesadillas regaladas por el infierno del sol veraniego. La luz era tan brillante que se veían descender diminutas gotas amarillas, como se vieron los dulces de mantequilla caer en navidad, su color se perdió con las velas; la luz traspasó los pigmentos de color deshaciéndolos en el aire, traslúcidos como su envoltura, se golpeaban unos a otros; el olor dulce, salado, dulce, salado de mantequilla derritiéndose sobre el pan; perdiendo el color; capturó las narices de los niños haciéndolos babear como perro acalorado.

Una boca rosa, dibujada por las nubes sobre la cara de una niña acostada al pie de una ventana de marco levemente astillado; cubierta por unas largas cortinas blancas que se estiraban año con año para tocar el piso de madera; se apretaba en una mueca de aburrimiento.

Se escuchó el callado aullido del aire provocado por la hoja marrón que se abatía despacio, danzaba con el viento. Eran movimientos paralelos perfectamente coordinados por el bramido inacabable.

Ana, como recuerdo cubierto por gasa blanca de la mujer que murió atropellada por un camión, nació. Y el camión demolió al cuerpo de Ana y liberó un periódico de sus manos para dejarlo planear como la sábana blanca de muertos sobre las miradas aún frescas de la que se secaba. Y la mirada encontró una hoja blanca donde escribir. Y la hoja, con los datos de una Ana recién nacida, quedó manchada con las gotas de café que saltaron al sentir la vibración. Un camión se impactaba.

Ana se asomó, sabía que vivía un otoño de hojas moribundas. Sabía que podría salir con su abrigo morado de pequeñas bolsas y grandes botones acompañado por la boina que usaba inclinada hacia el lado derecho para liberar a las pesadillas del lado izquierdo; mucho más terroríficas.

Apretó una cinta de un azul combinado al mar, parecía ir decolorándose, apagándose, pero el tono subía, al final, nunca constante, marcado por bordes más gruesos y oscuros, y quedaba amarrada a la mitad de la cabeza dejando caer sobre los hombros un poco de pelo. Bajó unas cortas escaleras de madera, formaban una ele decadente. A la mitad de ellas un gran cuadro donde podría haber una ventana. Las paredes mitad blancas mitad rojas, y sobre ellas, insectos muertos, disecados, que algunas veces movían las alas, o caían fracturando el vidrio y desaparecían. Ana se detuvo en un largo pasillo de piso ajedrezado; cuadros blancos, cuadros negros; cubierto por una alfombra aparentemente nueva, de marrón deslavado hecha con grueso estambre doblado, suave y caliente, y cuando caminaba descalza le raspaba. El corredor se encontraba repleto de hadas, unicornios, tazas, cucharas, timbres, colecciones de colecciones; todas colgadas a excepción de 10 jarrones negros acomodados en mesas de madera barnizada, en el centro tenían pintados dragones chinos de diferentes colores. Ana tiró uno. Y de todos Ana rompió el naranja, el favorito de las colecciones obsesivas de la madre. Apenas lo había tocado, ni siquiera estaba segura de haber sido ella. Las flores que estaban dentro del jarrón perdieron todo su color y el agua lanzó gotas pequeñas, infinitamente pequeñas, tan pequeñas que el hombre sería grande en relación al espacio. Escondió los pedazos del dragón, que lloraba por perder el cuerpo, bajo un sillón viejo que se descosía junto con las depresiones del gato de rayas amarillas; un triste y arcaico animal, gordo, siempre gordo, tenía el pelo seco; levantado en la espalda, se podía ver la columna vertebral, justo como los fetos que Ana había visto en el armario del abuelo un año antes de que muriera. La piel era transparente y dentro de ella explotaban las vértebras en un delgada línea apagada. Salía con Ana a cazar a Otoño.

Cerró la puerta con cuidado y caminó por un estrecho pasaje de piedras, rodeado por un jardín mal podado. Las lilas parecían ser sólo un rayón sobre el pasto: microscópicas sin gracia, no podían con el peso de las mariposas blancas que intentaban detenerse, embobarse con el polen, desenrollar la lengua delgada, como niño tomando agua con un sorbete acostado en la arena caliente, y las tontas lilas las empujaban hacia el piso para verlas morir bajo la suela de pies insensibles y fríos, ver como su cuerpo quedaba tan delgado como sus alas. Los árboles habían desaparecido. Un día ya no estaban. El único que quedaba, uno plantado ese año, aún no crecía. Tenía tres grandes hojas, parecía querer ser magnolia y escupir flores blancas durante toda la primavera. Entre sus hojas cuando el sol estaba harto de colorearlas surgían luciérnagas ciegas que al apagarse se estrellaban contra el tronco. Las piedras no llevaban ningún orden aunque Ana jugaba a formar figuras con ellas. Aparentaba ser más largo de lo que era gracias a la curva que vista al principio, o vista al final, ocultaba la segunda parte del camino. Los ecos de los zapatos fuertes, como mil elefantes sobre cenizas, resonaban. El abrigo se inclinó hacia atrás en diagonal. Los ojos lloraban. Iba demasiado rápido, sólo podía ver partes borrosas del camino: paredes decoradas por ventanas enrejadas. Apenas las notó, no pudo siquiera distinguir las macetas que colgaban llenas de lirios; vio sus colores como los vieron los impresionistas, no más, dos cuadras de repetidas técnicas en diferentes matices. Construcciones hacia arriba para ocultar azoteas. Pasó los altos postes negros mal pintados por la lluvia, 20 años atrás, no alumbraban pero lucían, y, se frenó con tanta fuerza, que casi se desploman la boina y el abrigo, los dos expulsaron un suspiro de aire y regresaron a Ana. Se detuvo ante una barda armada de piedras rosas consecutivas a rocas rosas. Monotonía. La parte de arriba, plana y de cemento; la parte de abajo, rugosa y maltrataba. Disparidad. Un círculo cortado por una larga reja colgada, cerrada con un candado enorme, roto, oxidado: el color del hierro consumido por un escarlata opaco encerraba las risas de miles de niños jugando.

Empujó la reja, la cáscara escarlata que la cubría se pegó a sus manos, era como tocar lodo fresco. Entre los mosaicos que estaban bajo la reja había crecido pasto, tenía como meta tocar las rodillas de todo cuanto pasaba y empapar la piel para hacerla sentir lo mismo que él sentía con el roce de hielo que lo regaba.

Llegó a un parque que algún día fue rojo, presumía sus lajas hasta que por el uso se transformó en ese magenta deslavado, ridículo, olvidable. Aún aguarda a que regrese a su rojo.

Ana esperó el batir de las hojas, y cuando pasó, levantó los brazos, abrió las manos para atrapar algunas y sonrió. Parecía como una tonta y tierna foto para vender lentes. El gato se restregó contra las piernas de Ana formando una imperfecta banda de moebius girada por el infinito deseo de Otoño. La imagen daba el sabor de gigantes y frías cucharadas de mermelada de naranja con trozos de nuez. Ahora oyes la cuchara chocar contra el vidrio del frasco vacío. La lluvia había acabado y la niña cerró las manos. Se escuchó un crujir vivo, un crack de papel, el llorar de las hojas, y, ella sonrió, adoraba ese sonido. Pateaba las hojas al aire y dejaba que el gato volara hacia ellas, que las arañara, que las girara en espiral, mientras ella caía como heroína sobre el piso y mataba más hojas. Las destrozaba en partículas, las oía agonizar con fuertes quejas y luego les soplaba para verlas bailar como medusas secándose.

El cielo claro se transformó en un azul prusia: un color que golpea. Y en la parte en la que el cielo y la tierra se unían, una gruesa pincelada de acuarela naranja paseaba, iba recta, llevaba demasiada agua, escurría sobre el final del parque.

Ana volvió a casa más despacio. Notó los lirios doblados hacia atrás, como seda que en cualquier momento se puede romper, subían desde abajo y por el peso se desplomaban hacia atrás. Los colores eran los mismos del cielo, y por noche se consumían unos a otros. El más grande, al día siguiente, sería el más notorio; tendría los colores de todos. Nacían en macetas de barro rotas por una línea quebrada que ascendía para matar a las flores.

Recorrió el camino a su casa. La puerta alta y gruesa, de madera, pesada; como si detrás de ella se escondiera un cementerio vivo. Ana la miró desde abajo, una mirada demasiado rápida. Pudo distinguir las astillas que se levantaban, como si la puerta fuera de corcho. Silencio. Giró el picaporte frío y negro, una esfera, barnizada por el bao de la gente congelada. Al intentar abrirla, empujándola con fuerza, la puerta lloraba, gritaba de dolor, las bisagras se apretaban y se enterraban en la madera. Al cerrarla, aunque fuera con un suave aleteo, la puerta se azotaba. Ana azotó la puerta.

Al entrar: el pasillo. La madre, recargada contra la pared, disimulaba. Llevaba un saco y una falda larga, siempre lo mismo, pero no siempre igual, el jarrón estaba a su lado, en el suelo, formaba una montaña parecida a las que se veían desde lejos cuando se combinan con la tarde. La madre señaló el montón de porcelana, junto a ella bailaban dos hojas que reían viendo a la niña llorar y a la madre recriminar. Oían los gritos y reían más fuerte. Ana las escuchó. Ana las odió.

Encerrada en su cuarto miró hacia afuera, intentó calmarse. Vio a la luna y a las estrellas, y a los grillos, y a las dos hojas, y al pasto empapado por la seducción de la noche, y a la madre a través de la puerta, y finalmente a una lámpara de una pastora sin ovejas. Imaginó que lanzaba la lámpara, que volaba en el aire, daba la vuelta, iba arriba, abajo, arriba, abajo, cruzaba despacio el pasillo iluminado por focos amarillos y golpeaba a la madre, se partía en su cabeza, se convertía en el azúcar del café de las mañanas. La madre moría y Ana festejaba, brincaba, recogía los pedazos y los volvía a lanzar contra ella.

La luna sonreía como Ana imaginó que sonreiría el gato de cheshire después de escuchar algún regaño de la reina. El gato se carcajeaba, aparecía la cabeza entre las estrellas y desaparecía. Ana se escondió dentro de las sábanas, y junto a ella, la madre con la lámpara en la cabeza le leía Alicia. El cuarto temblaba con el sonido de las risas. La madre detenía el borde de las cobijas para evitar que Ana saliera.

El sol traspasó el ligero blanco de las sábanas. La luz despertó a la niña, que salió de la cama, se puso su abrigo y unas pantuflas. Si quería ir a por más hojas tendría que hacerlo mientras la reina de corazones durmiera. Entrecerró la puerta para no provocar a nadie.

Caminó por la calle. Detenía el abrigo con las manos. Veía la banqueta gris, armada con rectángulos grandes y simples, lisos, como cualquier otra.

En el parque el silencio se había deleitado con el sonido. Había nuevas hojas y restos de las viejas.

Ana jugó igual pero sin ruido. Temía despertar al viento y que se las llevará. Las arrojaba y las atrapaba antes de caer, las doblaba en cuatro, las desdoblaba, las doblaba en seis, las desdoblaba, las doblaba en ocho y se partían.

Recorrió de forma recta una y otra vez la misma dirección hasta no sentir más crujidos, y cuando estos acababan, elegía otro camino y pisaba. Pasaba el rinoceronte sobre los cadáveres.

Se cansó. Ya no podía más. La nariz se le pintó de rojo. El aire la había rasguñado. Dio media vuelta parada sobre un pie, se dejó hundir.

Las hojas subieron por sus brazos, por sus piernas, la cubrieron casi por completo. La boca y los ojos advertían al frío.

Los labios se unieron, se convirtieron en uno, y después una neblina desapareció con el color, Ana intentó gritar pero el sonido chocaba contra su cara. Los ojos se cerraron, los párpados sucumbieron, desde la izquierda adquirieron un naranja oscuro, adelgazaron. Ana aún podía ver algo. Quiso abrir los ojos con las manos pero habían desaparecido. Las piernas se convirtieron en un tallo seco. Y ella, hoja de maple, mezcla entre todos los tonos de otoño. No era niña, no era hoja, era alma viva encerrada en cuerpo seco.

Escuchó en la entrada a la escoba que venía a por todas. Intentaba escapar, quería que el aire se la llevara, pero las muertas se acostaban sobre ella, la detenían. La escoba llegó y cuando levantó a las hojas Ana se fue.

Voló con el aire sobre edificios que habían crecido. Por fin miró las azoteas, feas, obscenas, maltratadas. Los mosaicos de suelo se habían desprendido y suicidado, habían intentado escapar de aquella prisión de ropa goteante.

Entró en su casa por debajo de la puerta, barrió el polvo; nubes de tormenta, nubes tristes que nunca lloran. Olvidó ser hoja. Se acercó al gato, lo quería acariciar, sentar sobre sus piernas. Y el tonto, el animal gordo y arcaico, la rasguñó, la hizo flotar, y él, echado, la rompía. Ana como el polvo se nubló, se llenó de agua y no pudo llorar.

Fuera, en una bolsa negra, vestido en periódico está un dragón en pedazos. Restos de hoja seca vuelan alrededor.